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lunes, 26 de noviembre de 2012

Veintiuno.


Llegué a La Cumbre robando una moto. El pobre infeliz al que se la saqué estaba besando a la novia en la vereda de la Capilla del Sagrado Corazón, sobre la avenida Edén. El tipo estaba tan entusiasmado en meterle mano a la chica que tardó en reaccionar. Sino, no se explica que me fuera tan fácil escapar en una Puma Segunda Serie.
A la altura de Villa Giardino la moto se quedó sin nafta y tuve que detenerme a cargar. Definitivamente era el escape más lento que pueda relatarse. Además, la mayor parte del trayecto era en subida. Dudaba entre ir al Golf Club o directamente al Castillo Mandl. Opté por el Castillo. Ahí no iba a encontrarme con Sanchez y su brigada de limpieza.
Ver de nuevo el castillo fue una terrible decepción: no habíamos hecho un gran daño. Se notaban algunos rastros del incendio, pero también se veía la rapidez y la eficiencia con la que habían iniciado las reparaciones.
Cada vez se me hacía más difícil entender la posición de L. Había trabajado para el gobierno, sostenido el laboratorio de regeneración celular, pero también había hecho matar a la doctora Kupferschimdt y permitió que ejecutáramos al líder.
Por otra parte tampoco tenía en claro cual era mi posición. Ahora era un guerrillero del la patrulla que había terminado con el jefe del gobierno, el máximo exponente del “amor revolucionario”, y a la “heroína de la cultura”, la comandante Martinez Suarez. Y sin embargo tres meses atrás era un empleado gris de una oficina pública, que se juntaba a comentar chismes políticos en una mesa del comedor del Mercado Sur.
Me di cuenta de que lloraba. JF. Nora, H., y los enanos estaban muertos. Posiblemente, en ese momento ya no quedaría ni siquiera un resto de ellos para enterrar; para poder marcar con una piedra en la tierra que alguna vez existieron. Volví a sentir la urgencia de vengarme. Escondí la moto y entré al Castillo. Encontré un recoveco en un pasillo lateral y esperé.
Se hizo de noche y L. no llegaba. El cansancio y el dolor volvían a instalarse en el cuerpo. Debían haber pasado las diez cuando escuché el ruido de un auto, pasos, y la puerta abriéndose. Traté de acomodarme buscando un buen lugar para disparar cuando me interrumpió la voz de L.:
-No acostumbro a jugar con la comida, así que por favor, déjese de pavadas y salga.
Miré la pistola. Revisé el cargador. Solamente cuatro balas. Y el primer intento iba a ser un disparo de ciego. Estaba jugado. Conté tres, corrí hacia delante y disparé.
Nada.
-Bueno, ahora tengo una lámpara menos.
Atrás. Estaba atrás. Giré y disparé. Nada.
-Oiga hombrecito, ¿no se dio cuenta de que le saco ventaja en olfato y velocidad?
Arriba. Disparé a las lámparas. Nada. Una risa atrás mío y la sensación   de una mano fría retorciéndome el brazo.
-Bueno, ya está bien. Deje ese juguete que por hoy hizo suficiente daño.
L. me quitó la pistola. Estaba entregado pero decidido a morir con dignidad. Rígido, como un samurai esperando la decapitación, me quedé parado en el centro de la sala.
-¿No se cansa? ¿Por qué no se sienta? A la izquierda tiene un mueble con esas porquerías que toman los humanos. Sírvase algo.
-¿No va a matarme?
-Soy muy selectiva con la comida. Además el B positivo siempre me pareció un trago de vampiros ordinarios. Y como ya habrá notado, yo soy absolutamente extraordinaria.
Intenté correr hacia ella para golpearla pero saltó, o me rodeó, o… no se. Volví a tenerla a mis espaldas susurrándome en la nuca:
-Podemos seguir toda la noche así, pero no creo que su corazón aguante mucho más. Sírvase y siéntese.
Tenía razón. Ella era más fuerte y yo estaba solo. Ya no me pareció absurdo esperar la muerte disfrutando algún trago. Busque el barcito que me había señalado. Los vasos estaban sucios de polvo. Era obvio que la dueña de casa no bebía alcohol, ni agua. Encontré una botella de Ye Monks, el whisky preferido de mi tía Annie. Un último recuerdo de los lujos burgueses perdidos. Me serví una medida, busqué el sillón y me senté. L. prendió una luz y se acomodó al frente mío.
-No necesito la luz, pero me imagino que usted va a estar más cómodo.
-¿Para qué?
-¡Para conversar! Tenemos muchísimos temas para ponernos de acuerdo.
-¿Qué?
-¡Por favor! ¿Su jefe no tenía alguien más estúpido para mandar?
-¿Qué jefe?
-El que lo llevó hasta Gath y Chavez, lo escondió en la iglesia de los Hermanos Libres, y le hizo recorrer las sierras para matar al líder.
-Nadie me mandó. Vine solo para matarla.
-Bueno, ahora resulta que usted no es un mensajero sino apenas un botarate. Su especie nunca termina de asombrarme.
-Pero, ¿qué esperaba?
-Lo habitual. Lo que pasa siempre desde que el mundo es mundo: un guerra o guerrilla, una revolución, un golpe de estado; y el humano que se hace del poder viene a buscar nuestra ayuda. Ya lo vi tantas veces…
-¿Cómo?
-¿Usted es verdaderamente ingenuo o es imbécil? Por si no se dio cuenta, la única razón por la que su especie sobrevive es porque es necesaria. ¿Ustedes dejarían que se extingan las vacas?
-No.
-Bueno, nosotros tampoco podemos permitir que ustedes se maten. Pero por otra parte, cuando hemos intentado tenerlos en cautiverio pierden sabor. Así que los dejamos hacer. Cada tanto sus sistemas necesitan unos ajustes y los dejamos que hagan sus revoluciones. Durante un tiempo creen que tienen un orden nuevo, pero enseguida se dan cuenta de que nos necesitan para dominar a sus pares. Y convengamos que a ustedes le gusta el poder más de lo que nosotros nos gusta la sangre.
-¡No somos así!
-Tranquilícese que me salpica el whisky en el piso. Hágame un favor, váyase a Córdoba que lo deben estar esperando. Seguro que su amigo está en la “casa segura”. Dígale que  cuando me necesiten me ubican acá.
L. se levantó del sillón. Acomodó unos papeles que había sobre la mesa y se fue por el pasillo. Yo estaba confundido, estupefacto. Recordé una frase del hermano Marcelo: “me costaría mucho creer que alguien robó estos papeles por accidente”. Había tenido razón. Todo el tiempo estuvimos jugando su juego. Ella nos llevó a Gath y Chavez, nos dio las pistas y nos hizo creer que estábamos haciendo la revolución. Al fin y al cabo, no dejábamos de ser ganado. Lo último que escuché antes de quedarme solo en el salón fueron estas palabras:
-Si quiere puede llevarse el auto. Las llaves están puestas. Y por favor cierre bien la puerta al salir. No tengo ganas de distraerme matando ladrones.




 Fin de la primera parte

lunes, 19 de noviembre de 2012

Veinte


El humo no terminaba de disiparse cuando volví a escuchar disparos. Por el ruido eran armas pequeñas. Seguramente pistolas calibre veintidós. No tiraban al azar. Lo hacían de una manera sistemática, rítmica. Entre las explosiones se oía también una voz masculina dando indicaciones. No hablaba con una tono militar, sonaba más bien como un administrador, o el supervisor de una línea de montaje. Cuando pude ver con más claridad me encontré con un equipo de cinco personas dirigido por un hombre flaco y alto, vestido con un traje sencillo. Nada de su aspecto llamaba la atención, salvo dos pistolas, una empuñada, la otra en la cintura; y el hecho de que tenía puestos guantes de goma. Los asistentes parecían empleados de desinfección. Además de armas cortas llevaban en la espalda unas mochilas con mangueras y boquillas rociadoras.
Aunque todavía me sentía atontado por el golpe, sabía que debía escapar. A no más de dos metros delante mío estaba L. Pensé que al no verme podía levantarme y correr pero no contaba con la agudeza de su oído. Cuando quise levantarme, se dio vuelta, volvió a levantarme con una mano y me pegó en el estómago con la otra.
-No se le va a ocurrir irse ahora, cuando todavía no vio lo mejor- dijo, y me dejó caer en el piso.
El golpe me dejó sin aire. Ni siquiera cuando me torturaban en la cárcel me habían maltratado así. L. giró volvió hacia donde estaba y me dejó para ir a saludar al equipo.
-¡Sanchez! Siempre puntual cuando hace falta.
Sanchez apenas si contestó con un gesto mínimo. Seguía evaluando la escena. Caminaba entre los cuerpos, si encontraba alguien vivo disparaba en la nuca. El equipo lo seguía con respeto y reverencia. Traté de ver donde estaban mis compañeros. No los encontraba. No veía a AJ, tampoco a AB. Trataba de hacer foco cuando escuché la voz de uno de los asistentes.
-Mire Sanchez, un enano.
-¿Vivo?
-Si.
-Entonces proceda, ¿o acaso cree que lo vamos a vender a un circo?
El asistente le disparó en la cabeza. Era Pablo. El cuerpo cayó al lado del de Esteban y el de H. Había muerto con sus enanos. No había caja de cristal ni príncipe que la rescatara.
Una voz de mujer gritaba. era esa voz: la comandante. Pedía ayuda. Sanchez se acercó a ella con tranquilidad. Cuando la tuvo cerca le metió un balazo entre los ojos. Entre los cuerpos que revisaban los asistentes alcancé a reconocer a Nora y a JF. Definitivamente, si no escapaba ahora iba a terminar con una bala en la cabeza, pero no me reponía del golpe. Mientras tanto el equipo de Sanchez conversaba como si estuviera en una oficina.
-¿Este viejo es el líder?
-Parece. ¿Hay que rematarlo?
-No. Ya está bien liquidado.
Muerto. El líder muerto. Entonces triunfamos. ¿Triunfamos? ¿Quiénes? ¿Sobre quién?
-Señorita L.
-¿Si Sanchez?
-¿De qué material es el piso?
-Diría que es mármol.
-Mejor. Muchachos, los muebles al costado y los cuerpos al medio.
Los asistentes armaron con rapidez una pila con los cadáveres. Mientras movía el cuerpo del líder, Sanchez volvió a preguntarle a L.
-¿Sigue teniendo casa en La Cumbre?
-Si. A pesar de que éste idiota que está atrás incendió una buena parte, estoy parando ahí.
-Bueno, ¿cuando terminamos me acerca al golf? Quiero hacer unos tiros antes de volver.
-Seguro. Ahí lo llevo.
Sanchez dio unos pasos hacia atrás para apreciar su trabajo.
-Muchachos, no olvidarse de antiparras y guantes.
El equipo se preparó y empezó a rociar los cuerpos. El olor a carne quemada se mezcló con el del gas y la pólvora.
L. interrumpió.
-¿Seguro que esto no va a arruinar el piso, Sanchez?
-Señora, somos profesionales.
Como L. se había acercado al centro del salón tenía una pequeña oportunidad de escapar. Salí corriendo del hotel, atravesé el teatrino y el parque. Del otro lado del cerco no encontré el Polsky Fiat. AJ había escapado. Con un poco de suerte AB estaba con él. Pero, ¿cómo los encontraría?, ¿donde?. No tenía ningún lugar adonde ir. ¿O sí? Al castillo Mandl, a esperar a L. y liquidarla. Porque sí, solamente para tener la satisfacción de verla disolverse en espuma babosa.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Diecinueve




-¡De todos los lugares obvios el más obvio!
-¿Y qué? La vida no es una película, deberías saberlo.
-Es que no tiene sentido.
-¿Qué?
-Que el hermano Marcelo esté muerto por ayudarnos a descifrar un papel invitando a un congreso de vampiros en el Hotel Edén. Si yo fuera uno de ellos supondría que este es el primer lugar de Córdoba en el que me buscarían.
-Pero no sos vampiro, y el vulgo no mira las películas que guardás en la cinemateca. Callate y agachate que nos pueden ver.
Las conversaciones con AJ se ponían cada vez más incómodas, a lo que había que sumarle el hecho de llevar dos horas escondidos entre los arbustos de cerco del hotel. Esperábamos divididos en pequeñas brigadas que JF nos diera la orden de atacar. Nora, que había sido gimnasta, estaba ubicada en el techo, JF y AB iban a entrar por el frente, H. y los enanos debían atacar por la entrada de personal de servicio, mientras AJ y yo ibamos a llegar cruzando el parque y el teatrito. Cuando era chico, mi abuela me contaba que en el Hotel Edén aparecía el fantasma de la hija de uno de los dueños. Para mi abuela los espectros eran un asunto muy serio. Si hubiera sabido que iba a estar en el parque del hotel cazando vampiros me hubiera cruzado la cara de una cachetada por delirante.
Seguimos apostados en el cerco media hora más hasta que sonó la señal del intercomunicador. AJ era el encargado de decodificar porque no entiendo el morse.
-A moverse. En diez minutos Nora va a entrar por la claraboya del techo.
-Pero…
-Dejá de dudar. El momento es ahora.
Empecé a sentir un dolor a la altura de los riñones y rigidez en la nuca. Los síntomas de la subida de adrenalina. Cruzamos el parque sin problemas. El teatrito estaba vacío de personas pero lleno de autos. Por las marcas y modelos se podía suponer que además de vampiros, el hotel estaba lleno de jerarcas del partido. No encontramos obstáculos para entrar, el camino estaba despejado. Una vez adentro nos cruzamos con H. y los enanos en uno de los pasillos laterales. Parecían escapados de una escena de “Blancanieves y los siete enanos”. Les faltaba cantar. Por como agarraba el fusil se notaba que H. no era conciente de la gravedad de la situación. Los enanos, como siempre, discutían.
Llegamos a uno de los corredores que llevaban al hall central. AJ mandó el mensaje de que estábamos en posición. Mientras decodificaba la respuesta de JF sentí una voz conocida desde el salón. Inconfundible. La comandante Martinez Suarez, Mirtha Legrand, Chiquita. Podía usar las mismas inflexiones para ser “La vendedora de fantasías” o la maestra violada por “La patota”. Me acerqué para escuchar qué decía.
-…y a pesar del ataque artero a nuestras instalaciones, los avances que hemos logrado en regeneración celular son más que auspiciosos para asegurar la permanencia de nuestro líder. Y la presencia entre nosotros de la doctora Abramovic es la prueba más fehaciente”.
Aplausos. Abramovic estaba viva. H. había tenido razón. Tendríamos que haber vuelto a rematarla.
¿Faltaría mucho para la señal de ataque? ¿Con qué íbamos a encontrarnos? No tenía respuestas ni podía pensarlas. La voz chillona de la comandante se metía en mi cabeza como un taladro.
-“…y este nuevo logro de la revolución popular nos llena de alegría, pero no tanta como la que nos da la presencia del líder aquí entre nosotros.”
¡El líder, ahí! ¿Cómo llegamos a este punto? No pensé más. Sentí el chillido del intercomunicador y el grito de AJ:
-¡Ahora!
Entramos corriendo en el momento justo en que Nora rompía los vidrios de la claraboya y caía desde el techo sostenida por un arnés. Todavía colgando empezó a disparar, pistola en una mano, ametralladora en la otra.

-¡Al escenario, disparen al escenario! La voz de JF se escuchó claramente entre los disparos. Alcancé a verlo antes que AB lo sobrepasara, y poniendo una rodilla en el suelo buscara la mejor posición para tirar. Abrió fuego con los escritorios donde estaban Abramovic, el líder y la comandante. Nora seguía suspendida del techo disparando cuando, desde el piso, algunos miembros del Congreso reaccionaron y comenzaron a contraatacar. Trató de bascular mientras tiraba ráfagas cortas de metralla. H. y los enanos tiraban a lo que se les cruzara, sin ninguna estrategtia. Por las baldosas del hall  corría sangre mezclada con la espuma babosa que dejaban los vampiros al morir.
 Mientras me parapetaba para tirar con la pistola, sentí el estallido de las bombas de gas lacrimógeno. Entraban por las ventanas rompiendo los vidrios. Nora se desenganchó del arnés mientras esquivaba las balas y trataba de no perder la pistola y la ametralladora. JF había cambiado de armas: con un cuchillo de caza degollaba a quien se le cruzara. AB tiraba escopetazos ciegos hacia delante.
Traté de tomar distancia y respirar aire fresco cuando sentí una mano que me agarraba por la nuca y me levantaba en el aire. La voz que escuché me aterrorizó aún más. Tranquila y pausada la señorita L. me dijo:
-¿Haría el favor de apartarse? Tengo trabajo por hacer.
Después me arrojó contra la pared. Estuve atontado. No supe cuanto tiempo pasó. Solo se que dejé de escuchar disparos. En el medio del olor a gas, a polvora y a sangre se estableció un silencio apenas interrumpido por gritos de agonía; y, nuevamente, la voz de L.:
-¡Que desastre! Por suerte ya llega Sánchez para limpiar.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Dieciocho


De todos los automóviles del orbe socialista que circulan por el país, el único que no había probado era el Polsky Fiat. Gracias a la habilidad de Nora para falsificar papeles, equiparable a la de tirar a larga distancia y armar ramos de flores, tuve mi primer viaje en un 126p. Sin duda andaba mejor que el Dacia y era más cómodo que el Trabant utilitario que teníamos en la cinemateca. Y eso que íbamos cuatro (AJ y yo adelante y los “enanos malditos” atrás),  manejando a una muerte casi segura en el intento de infiltrarnos en el Congreso.
Cuando estuvimos a la altura de la morgue del Hospital Córdoba, por la calle Ibarbalz, AJ empezó a darme más información:
-Entiendo que estés alterado por el encierro, pero cuando tengas toda la información vas a coincidir conmigo que fue lo mejor. Teníamos agentes infiltrados en la Alianza.
-Ya lo sabíamos. Pablo era uno...
-Si. Nos dimos cuenta cuando te interrogó la psicóloga.
-Pobre mujer.
-No te compadezcas, ella había elegido un bando.
AJ tenía momentos desconcertantes, aunque su estructura moral se me presentaba como coherente y sólida, había momentos en que no entendía su lógica. A lo mejor tenía razón Roberta y el problema era mío, que no tenía ninguna escala de valores que justificara mi conducta.
Aj siguió explicando: -Pablo no es peligroso porque lo tenemos identificado. Es más está de pasante en la cinemateca esperando que aparezcas.
-Me parece demasiado burdo.
-Eso porque vos esperás inteligencia de los servicios de inteligencia.
Nos reímos de la ocurrencia pero enseguida AJ retomó el tono circunspecto.
-Hay otros traidores. Sospechamos de alguno de los escritores que estuvieron con vos en la casa Museo de Alta Gracia. Ese debió entregar al hermano Marcelo.
-¿Qué le hicieron?
-Lo habitual. No preguntes. De todas maneras el sacrificio de Marcelo no fue en vano, nos permitió avanzar en muchas cosas.
Me quedé pensando en las palabras que acababa de escuchar. Parecían sacadas de alguna reseña escolar de los “Héroes de la revolución”. Definitivamente todas las causas justas o injustas, terminan apelando al mismo lenguaje épico.
-De todas maneras -siguió AJ- hoy es el día: vamos a dar el primer golpe.
-¿Y si nos están esperando? Vos mismo dijiste que podía ser una trampa.
-Un hombre debe hacer lo que debe hacer.
Tendría que haberle dicho que estaba diciendo una frase de Fred MacMurray, que estaba empezando a parecer un personaje; pero no lo hice. A lo mejor estoy genéticamente impedido para ser un héroe. Nunca fuí el “hombre nuevo” ni el disidente rabioso. Y sin embargo ahí estaba, en un Polsky 126p, manejando al lado de un hombre dispuesto a matar o morir, mientras en el asiento de atrás, otros dos discutían sobre la cuadratura del círculo o la función del orgasmo.

lunes, 29 de octubre de 2012

Diecisiete

   La mañana del ataque al Congreso había vuelto a soñar con Roberta. Me desperté desconcertado. Ni siquiera podría afirmar que estaba excitado. Nunca fui un tipo demasiado interesado en el sexo. Cuando tenía alguna relación duradera generalmente ella terminaba yéndose quejándose de mí carácter. 
   Y sin embargo, a pesar del poco interés hacia las relaciones, había vuelto a soñar con Roberta. No con Nora, ni con la doctora H. En el sueño Roberta se descubría el cuello y los hombros y yo pasaba la punta de la nariz y los labios por el espacio entre los omóplatos.
   Si en el sueño tenía la intención de ir más allá no lo sabré nunca porque los "enanos malditos" me despertaron con sus gritos. Me pareció entender que discutía sobre la moralidad de Molotov. Esteban lo condenaba por haber firmado el Pacto de No Agresión con Alemania y Pablo lo reivindicaba por haber creado el cóctel explosivo que, según él, le había permitido a tantos pueblos sacudirse de encima la dominación imperialista.
   Ya había pasado dos semanas en la compañía de los dos pero todavía no llegaba a entender si realmente eran así o era una estrategia, una simulación para esconder que me vigilaban. Todo indicaba que eran genuinamente así: podían debatir durante horas si Kautzky era o no un traidor al socialismo, o sobre cual era la exacta cantidad de centímetros del picahielos que habían entrado en la cabeza de Trotzky, cuando fue atacado por Mercader.
    Lagañoso y con la boca pastosa me senté en la cama y busqué ropa para vestirme. Extrañaba mi departamento, mis pocos libros. Hasta el paisaje de ropa colgada que veía desde el contrafrente.
   La voz de AJ me sacó del "spleen" matinal.
   -Buen día. Veo que tu cara está mejor.
   Instintivamente me toque la mejilla antes de contestarle. En tanto tiempo de aislamiento me había olvidado de mi aspecto.
    -Buen día, ¿a qué debo el honor?
  -No pierdas tiempo con ironías. Tenías que estar escondido. Tu departamento tiene custodia permanente, y la semana pasada mataron a Marcelo. Te echan la culpa a vos, lo que te hizo subir muchos puestos en la lista de los enemigos del pueblo.
    AJ me mostró un diario. Había fotos del incendio del castillo, del hermano Marcelo y de los doctores Julius y Abramovic. A estos dos últimos, los epígrafes los describían como héroes científicos de la revolución. Más abajo, una foto vieja de mi prontuario policial acompañada de una descripción de mi crueldad y peligrosidad. Me quedé pensando en cómo sería una película sobre mi vida, ¿me parecería a Richard Widmark, que tiraba a la tía inválida por la escalera, a George Raft, revoleando una moneda antes de asesinar, o tendría la cara de James Cagney, descargando golpes en la cara a las mujeres?

lunes, 22 de octubre de 2012

Dieciseis

   El encierro no es bueno. Cualquiera que haya estado preso lo sabe. Después de una semana en la casa segura de barrio Pueyrredón desconfiaba de todos. Además, por decisiones estratégica de la Alianza, yo era el único que no tenía autorización para salir. Me decían que no era prudente, que seguramente mi ultimo paso por la Cinemateca habría provocado alguna investigación administrativa. Mientras tanto, Nora iba y venía con armas "incautadas" a la Fuerza Aérea y AB pasaba un par de horas por día para conversar. Evitaba cuidadosamente darme pistas sobre donde estaban JF y AJ. 
   La doctora H., en cambio, estuvo tres días en la casa hasta que la trasladaron. El primero, callada como durante el viaje, y los dos siguientes habló sin parar sobre experimentos aberrantes y sesiones de tortura. Nunca llegué a entender los detalles técnicos pero me pareció que lo que hacía en el laboratorio era buscar como hacer compatibles las células madre de humanos y vampiros. Cuando la doctora se fué, la única compañía que quedó fue una pila de revistas Mecánica Popular de antes de la revolución y dos custodios a los que el resto llamaba "los enanos malditos".
   Pablo y Esteban, así se llamaban, compensaban la baja estatura con la velocidad para el retruque y el sarcasmo. El primero era hijo de un revolucionario disidente, caído en las primeras purgas. El segundo venía de la vieja burguesía conservadora, un "lomo gris". Podían pasar horas discutiendo. Cualquier tema era bueno, desde el argumento de Descartes hasta si se podía coger y pensar al mismo tiempo. 
   Aprovechando uno de esos momentos de gimnasia dialéctica intenté salir de la casa, pero la puerta estaba con llave.
   -¿Adonde cree qué va? -preguntó Esteban- Todavía no es el momento. No sea ansioso, su destino va a llegar. Temprano o tarde va a llegar.
   -¿Qué destino? -dijo Pablo- El hombre es el que forja el destino con su hacer. ¿Acaso va a proponer que este señor tiene un "telos", un fin último más allá del nudo de determinaciones socioeconómicas que le dio origen?
   -Claro, acá llegó el hijo del jesuita y la marxista a meter latinazgos. Y no me subestime traduciendo que todos en mi familia fueron alumnos del glorioso Monserrat, y leímos cuanta epopeya antigua se le ocurra, tanto griegas como latinas.
   -Que me viene a echar en cara  su sapiencia. Todos sabemos que no leyó nada más allá de la Eneida en la versión de la colección Billiken, ni pasó del prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política.
   La discusión empezó a subir de tono. Cansado, harto, aburrido, decidí dejar el plan de escape para otro momento. Pasé el resto de la semana leyendo artículos como "Haga usted mismo el tune-up de su automóvil" o "Cómo desincrustar las tuberías de su lavadora industrial".

lunes, 15 de octubre de 2012

Quince





   Correr, apuntar, disparar, correr, matar. No hace falta abundar en descripciones. El fuego había tomado la mitad del castillo cuando dejamos de escuchar los gritos de Abramovic. Mientras AJ acomodaba los papeles que habíamos sacado, AB trataba de sacar a la doctora H. del estado de shock. Yo, con algunas dificultades, arrancaba el Dacia. Me llevó unos cinco minutos. Los rumanos nunca fueron muy buenos fabricando autos.
   Después de manejar dos kilómetros, escuchamos por primera vez la voz de la doctora H.:
   -Se lo tiene bien merecido la yegua. -y volvió a callar.
   Ninguno se animó a hacerle preguntas. Las marcas que tenía en los brazos y en el cuello eran suficiente información sobre el trato que había recibido. Recién a la altura de Huerta Grande volvió a hablar:
   -No vi el cadaver. Tengo que estar segura. Volvamos.
   -Ni se le ocurra, -dijo AB- No podemos derrochar nafta ni tiempo. Además, ¿se le ocurre que algún ser humano podría haber salido vivo de ese incendio? Si no la mato el frasco de ácido que usted le tiró antes.
   -Un humano no.
   Tuve la mala idea de interrumpirla
   -¿Usted sugiere que Abramovic...?
   -Yo no sugiero. Soy científica. Hablo de cosas observables. Además, ninguno de ustedes sabe las cosas que se hacían en ese laboratorio.
   AJ me hizo señas de que mantenga la boca cerrada. Durante dos horas lo único que escuchamos fue el ruido del motor del auto y el murmullo de la voz de AJ leyendo en arameo.
   A la altura de Villa Carlos Paz paramos en el Puente  Negro. Nora nos estaba esperando con el Unimog. Nos comunicó las órdenes que traía: AB tenía que llevar el Dacia a Córdoba, y el resto debía subir al camión con ella. En la caja del Unimog AJ empezó a comentar el contenido de los documentos:
  -Todo esto es demasiado ambiguo. No podría decir si L. está con el Congreso o está en contra. Tenemos la fecha y el punto de encuentro, pero todo lo que se consigue demasiado fácil es sospechoso.
   -¿Demasiado fácil? ¿Esto te parece el costo de algo "demasiado fácil"? -le dije a AJ mientras le señalaba la cadena de moretones que me cruzaba la cara.
   -Estás vivo y entero. Y además podés hablar. Si no tenés nada importante que decir cerrá la boca.
   Nunca lo había escuchado contestar así. En realidad sabía poco de él. Después de todo fue su invitación a Gath y Chavez la que me había metido en todo este asunto. Si no hubiera aceptado, todavía estaría en la Cinemateca admirando los pechos de Roberta, pero aguantando su maltrato revolucionario. La voz de la doctora H. me sacó del ensimismamiento:
   -Se lo merecía la yegua, si es que está muerta.

jueves, 4 de octubre de 2012

Catorce.

   El cuerpo de Roberta se sentía firme. Olía bien cuando jugaba con el lóbulo de la orejas, mientras le pasaba el mentón con la barba crecida por el cuello. Ella, a veces dejaba escapar una risa ahogada. 
   Una cachetada en la cara me hizo volver al castillo. El doctor Julius me había atado a una silla. Deduje que llevaba un par de horas inconsciente por el brillo anaranjado del sol a través de la ventana. Me dolían las muñecas y los tobillos. Además me zumbaban los oídos. El doctor Julius conservaba una gran habilidad para golpear, sobre todo considerando que debía tener más de sesenta años. Le gustaba poner su cara cerca de la de su víctima antes de golpear.
   Cuando se dio cuenta de que estaba despertando, buscó un vaso y lo llenó con agua. Mientras caminaba hacia mi, me habló con tono paternal:
  -Me imagino que el señor tendrá sed.... -y me tiró el agua en la cara. Inmediatamente me tomo la cabeza por la nuca y me gritó:
   -¿Por qué traes odio? ¿No entendés que somos el amor, el hombre nuevo? ¿Por qué se niegan a aceptar el humanismo del Líder?
   El hombre tenía mal aliento, pero la trompada con la que me cruzó la cara me hizo olvidar ese detalle. Dio un paso atrás y aproveché para controlar con la punta de la lengua que todavía tenía todos los dientes en su lugar. Los oídos me zumbaban aún más y empecé a sentir en el labio el calor de la sangre que me salía de la nariz. No sentía el dolor (todavía) pero tenía la cara caliente y por la dificultad que tenía para hacer gestos, suponía que debía estar hinchada. Mientras tanto, el doctor seguía gritando como un enajenado:
   -El Líder trajo de la sierra el amor del hombre nuevo. El amor imperecedero de la alegría revolucionaria, la felicidad de saber que moriremos con una sonrisa en los labios, en el campo de batalla; porque aún muertos venceremos a la muerte. Porque de nuestra sangre brotará la flor de la revolución en la alborada del hombre nuevo.
   El viejo pasaba del tono de discurso de barricada al grito, y marcaba el ritmo con pies contra el piso. Mientras decía las últimas palabras, había agarrado una barra de metal y la golpeaba contra los muebles. De golpe se quedó rígido, levantó la barra por arriba de la cabeza y me miró fijo.
   -¿Entendés que estamos haciendo un mundo nuevo?
   No esperó a que le contestara. Dio un paso atrás para tomar impulso y empezó a correr hacia mí para partirme la cabeza. A menos de un metro lo frenó el ruido del portazo. AB había entrado a las patadas y los gritos.
   -¡Acá te traigo amor, loco de mierda...! -y le metió un tiro en la frente. El viejo cayó al piso como un muñeco y la cabeza me golpeó los pies.
   AB parecía de un humor excelente. Mientras me desataba las muñecas aprovechaba para reconvenirme.
  -Pero mirá si serás pelotudo. Dejarse agarrar por este viejo. Llevamos tres horas buscándote. AJ ya tiene el laboratorio ubicado. Sacamos de circulación a Abramovic y liquidamos el asunto.
   -Pero falta encontrar a L. y los documentos del Congreso, -contesté.
   -Cierto, pero de a una cosa por vez. Y tené cuidado cuando te levantes de la silla porque la masa encefálica es resbalosa.
   Miré el piso. Tenía los pies metidos en un charco donde se mezclaba la sangre con una masa grasosa. Me paré tratando de no patinar. Me dolían las rodillas. Fui caminando lentamente hasta alcanzar a AB.
   -Mierda que le vas a gustar a las mujeres con la cara que traés. -me dijo.
   Miré mi reflejo en el vidrio de la ventana, tenía una mitad de la cara amoratada desde la oreja hasta la mandíbula. Definitivamente no era ningún galán. Sin embargo, en ese momento lo que me daba vueltas en la cabeza era el desconcierto de haber soñado con Roberta.
   

lunes, 1 de octubre de 2012

Trece.

   El hermano Marcelo había sido previsor y me había dejado preparada la ropa y la traducción de los papeles. Salí de la estancia lo más rápido que pude. Nadie me había seguido, y no había ruido de sirenas o alarmas, pero si permanecía en Alta Gracia ponía en peligro al religioso. 
   Tenía por delante el camino a La Cumbre, que no iba a ser fácil. Desde que el turismo había sido declarado "deformación burguesa contrarrevolucionaria", los caminos de las sierras habían dejado de recibir mantenimiento.
   Cerca de la media mañana había llegado. Según las instrucciones que me habían dejado en el auto, el grupo de apoyo iba a encontrarme en la estación del ferrocarril. El tren de las sierras estaba ruinoso pero mantenía el servicio diario entre Córdoba y Cruz del Eje. A las once y media llegó una formación destartalada. Del último vagón se bajaron AJ y AB. Traían poco equipaje, pero por el esfuerzo que hacían al cargar los bultos, era evidente que traían armas. Me saludaron de forma cortés pero poco efusiva, cuidando las formas. Uno nunca sabe si lo vigilan. Recién en el auto AB se relajó y me dio una palmada en la espalda.
   -¡Jo! No te cansás de hacer cagadas vos. ¿En qué quilombo nos vas a meter ahora?
   Les expliqué las indicaciones que tenía. Durante el resto de la mañana estuvimos diseñando el modo de entrar al castillo. AB demostraba conocimientos de estrategia que nunca hubiera sospechado. Además manejaba información sobre el laboratorio que teníamos que atacar.
   -Por lo que pudimos averiguar, el jefe científico es un tal Doctor Julius. Un maniático desequilibrado y muy peligroso. Sobre todo porque es un militante convencido de la "alegría de la revolución" y del "amor del líder". Si se tratara de un burócrata, como la mayoría, sería previsible, pero con estos tipos nunca se sabe. Su asistente es la Doctora Abramovic. Esta no es loca del todo, pero se divierte torturando mujeres.
   -¿De donde viene esta mujer? -pregunté.
   -Dicen que es húngara. -contestó AJ.
   -Húngara más torturadora de mujeres, igual Erzebet Bathory -agregó AB.
   AJ se dio cuenta de que no sabía de quien hablaban y explicó:
   -La Condesa Sangrienta. Supuestamente la emparedaron en el siglo XVI por vampirismo y tratos con el demonio. Agregale que la familia Bathory era de origen transilvano.
   -¿Ustedes sugieren que la Doctora en realidad es...'
   -Nosotros no sugerimos, -interrumpió AB- consideramos todas las  hipótesis. Ahora a prestar atención que esto no es joda. Tenemos que entrar al castillo y no tenemos plano, ni intercomunicadores, apenas estos "nenes". -mientras hablaba sacó del bolso uno AK 47S de la época de la ayuda sovíetica. -No ponga esa cara de desconfianza que estos fusiles pueden disparar aunque hayan estado veinte años metidos en el barro.
   Repartimos las armas. Me quedé con la pistola 22 que me había dado Nora y uno de los fusiles. AB iba a usar la 38 y otro fusil, y AJ el AK 47S que quedaba. Tenía además un par de granadas, según él decía, "por si la cosa se ponía espesa".
    Finalmente emprendimos el camino al castillo. Mientras manejaba no podía dejar de pensar que eramos tres tipos jugando a la guerrilla, a punto de atacar una fortaleza construida por un traficante de armas,  donde nos esperaban un científico loco y una condesa vampira.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Doce.

Alta Gracia, 3 de septiembre de 2012



Cuando empecé este diario tenía la sospecha de que debajo de la apariencia aburrida de la “patria socialista” había pujas y tensiones, pero no que había una guerra entre humanos y monstruos, entre monstruos y monstruos, entre semihumanos y monstruos, y cuanta combinación más sea posible.
Ayer, a pesar de todo fue un día tranquilo. El hermano Marcelo me dio indicaciones de como entrar y salir de la estancia, y se fue a hacer alguna gestión. Dediqué la mañana a revisar la ropa que había quedado de las víctimas del cura. Una buena cantidad me iba bien, incluyendo un traje de calidad. Revisándole los bolsillos encontré una cantidad importante de dinero. El hermano Marcelo no lo había tocado. Comía gente pero observaba el voto de pobreza. Se me ocurrió que podía aprovechar los billetes para ir a comprar ropa interior. Aunque había tenido la sangre fría para matar a un “niño”, no toleraba la idea de ponerme los calzoncillos de un muerto.
Fui hasta el centro de Alta Gracia donde encontré una tienda. La mujer que me vendió la ropa me miró con desconfianza. Generalmente las personas que pagan con dinero y no con cupones de racionamiento, son agentes de la policía secreta.
Aproveché el mediodía templado para caminar por los jardines del Gran Sierras Hotel, ahora reservado a la Jerarquía, y almorcé un poco de fruta, pan y fiambre que me vendieron en un almacén. Pasé la tarde vagando por el Alto, viendo como el racionamiento y las plantas carcomían las casonas.
De regreso a la estancia vi al hermano Marcelo bajarse de un Lada 125. Me hizo señas para que lo alcanzara. Llegando al portón, me puso una mano en el hombro (lo que me dio un poco de inquietud) y me dijo:
-Mañana va a ver al contacto. Ahora vaya a la cocina, tome algo de sopa y váyase a dormir.
-¿No me acompaña?
-No. Nunca tomo sopa.
La situación me parecía repetida, pero siempre me pasa por la cantidad de películas que he visto.
Hoy a la mañana me levanté tarde. Al pasar por la galería vi al hermano leyendo en el parque. En el mesón de la cocina ya estaba servido el desayuno. No había ninguna pista de qué había comido el cura. Me senté al mesón y estuve media hora absorto, disfrutando del mate cocido y del pan. Hasta que Marcelo entró.
Venía a darme instrucciones. Me explicó que la Alianza estaba infiltrada en el ministerio de Cultura y que usaba algunas actividades en los pueblos para encubrir una red de contrainformación. Esta tarde, se realizaba un encuentro de escritores que me iba a servir para acceder a lo que necesitaba.
El resto de la mañana fue tranquilo. Después del almuerzo busqué el traje y me lo puse. En los últimos días yo también había mudado de piel varias veces. Probé de moverme con el traje por si hacía falta pelear. Luego pensé en qué libros había leído últimamente, como para mantener una conversación.
Pasadas las cinco de la tarde fuimos con el hermano Marcelo a la Casa Museo de Manuel de Falla. En el jardín había unos pocos autos, entre ellos el Lada que había visto a la mañana. Entramos. Había olor a café, a café bueno, importado de Brasil o Colombia. No el café salteño que tomábamos habitualmente. Por las distintas habitaciones de la casa se veía a los asistentes pasear. Se notaba que la mayoría estaba al acecho por un bocadito. Reconocía algunos escritores prestigiosos de la provincia: un riocuartense que hacía policiales, el último ganador del premio Luis de Tejeda, un joven humorista y un prestigioso cuentísta y crítico. Todos circulaban por los salones como si una fuerza invisible los organizara. Gravitaban alrededor de la señora Barros.
Apoyada en se bastón distribuía su tiempo y su atención equitativamente entre los asistentes. La señora Barros era un fenómeno raro. Había empezado a publicar cuando ya había pasado los cincuenta años de edad, y su literatura no se adaptaba a los cánones ideológicos ni estéticos que sostenía el gobierno. Se sostenía por la fidelidad de sus lectores y el reconocimiento que iba ganando en el exterior. A pesar de que sospechaban que era opositora, los funcionarios de Cultura le dejaban publicar para sostener la idea de que en el país no había censura.
El hermano Marcelo me llevó cerca de donde estaba la señora. De una manera apenas perceptible intercambió miradas con la escritora y se fue a otra habitación con la excusa de buscar un sándwich. La señora Barros se acercó y extendió la mano. Contesté el saludo pero no se me ocurrió nada que decir, así que ella habló directamente:
-Me dijeron que usted trabajaba en la Cinemateca, así que me imagino que sabe quién fue Hedy Lamarr.
-Si, por supuesto.
-Entonces sabe también quién fue Fritz Mandl.
-Uno de sus maridos. El constructor del Castillo de La Cumbre.
-Si. ¿Sabe quien maneja el Castillo ahora?
-Una amiga de Hedy. No imagine que hablo de una dulce viejita. La señora Lamarr tenía miedo de envejecer y estaba fascinada por los vampiros. En Hungría conoció a una particularmente bella que después fue amante de Mandl. La misma que ahora está buscándolo a usted.
¿Y para qué necesita el Castillo esa mujer?
-Para distintas operaciones encubiertas. Pero sígame a otra habitación. Aquí podrían escucharnor.
La señora Barros me tomó del brazo y fuimos a la sala donde estaba montado el buffet. Me pareció que el crítico y el humorista se hacían señas. Sentí también ruidos en el jardín,
Con una copa de vino en la mano la señora Barros volvió a hablarme:
-Usted necesita buscar a una persona en el mismo lugar en el que nosotros buscamos a otra. En el Castillo hay un laboratorio clandestino montado por L. Ahí tienen encerrada a una embrióloga. Sospechamos que la tienen para tratar de crear híbridos. Su misión es ayudar a rescatarla, y si puede, aprópiese de los documentos del Congreso.
En circunstancias normales me hubiera asombrado, pero en el momento en que la señora me explicaba sobre cómo se organizaba la brigada que me iba a apoyar, el ruido de golpes en el jardín me impedía prestar atención a lo que me decía.
-¿No deberíamos ver que pasa afuera? - pregunté.
-No. José, Esteban y Martín se están ocupando. Concéntrese en lo que voy a decirle. En el jardín está estacionado un Dacia. Estas son las llaves. En la guantera tiene dinero, una pistola 38 cargada y un mapa con instrucciones. Cuando esté cerca del Castillo va a encontrar a la brigada. Me volvió a extender la mano para dar por terminada la conversación. Sentí atrás mío la voz de Marcelo.
-Salgamos, -dijo- en poco tiempo va a haber agentes haciendo preguntas molestas.
Afuera, en el jardín, estaban tres de los escritores que había reconocido en el museo. El humorista tenía una herida en la cabeza. A pesar de que perdía mucha sangre le gritaba a los otros dos que terminaran con el trabajo. A unos metros había un cuerpo tirado. El riocuartense le pegaba con el mango de un rastrillo. El crítico se acercaba corriendo con una pala en la mano. La levantó por arriba de su cabeza y la descargó con fuerza en el cuello del que estaba en el piso. Volví a ver la baba espumosa que estas cosas dejaban al morir.
Tuve el impulso de ayudar al humorista pero me detuvo:
-No tiene nada que hacer acá. Váyase y cumpla con lo que le corresponde.
Busqué el Dacia. Estaba a unos pocos metros. Subí y arranqué. Por el espejo retrovisor vi como los dos escritores que habían matado al vampiro levantaban a su compañero y lo subían al Lada. Aceleré y busqué 'el camino a la estancia. Había que recoger la ropa, y la pistola que me había dejado Nora. Y todavía tenía por delante una noche larga manejando por las sierras.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Once



­-¿Coordenadas?
-Si, coordenadas.
-¿De qué?
-De puntos en un mapa. Eso es obvio.
- Claro, eso lo entiendo, ¿pero señalando qué?
-Es difícil de establecer. Pareciera que esto es solamente la mitad de un documento, que a su vez es parte de una serie de instrucciones.
-¿Eso cómo lo sabe?
-Junto con las coordenadas están detallados una serie de procedimientos para establecer un punto de encuentro.
-¿Y todo eso en arameo?
-¿Por qué no? Son criaturas antiguas?
-Volvamos al asunto. Usted dijo “punto de encuentro”, para que se encuentren quiénes y para qué?
-Para asistir a una sesión del Congreso. Para su información, nunca se reunen dos veces seguidas en el mismo lugar.
La tranquilidad del hermano Marcelo me ponía nervioso. Como todos los religiosos, hacía ostentación de una calma propia del que sabe que tiene el cielo ganado. Con el agravante, claro, que este buen hombre de Dios sufría de una enfermedad infecto-contagiosa que le generaba la necesidad de alimentarse de la sangre de sus cofrades. Enfermedad adquirida, además, por andar en quien sabe qué tratos con vampiros.
Traté de controlarme. Si Nora confiaba en él, y a su vez JF confiaba en Nora, podía estar tranquilo. Seguí interrogándolo.
-Lo que no entiendo es esto: si tenían las indicaciones archivadas es porque conocen el punto, ¿para qué quieren recuperar la carpeta?.
-Usted es demasiado lineal en su razonamiento. Quizás la mujer que lo sigue no sea la dueña del documento. Y en el caso que sí lo fuera, puede estar tratando de evitar que caiga en manos del bando enemigo.
Recién ahora tomaba conciencia de lo que me había explicado AJ cuando estuvimos en la iglesia de los Hermanos Libre. Estábamos en el medio de una guerra entre vampiros. Si L.era miembro del Congreso buscaba los papeles para mantener en secreto la reunión; en cambio si era de los disidentes, los necesitaba para planear un ataque. Respiré hondo y traté de pensar con más claridad.
-¿Cómo vamos a hacer para averiguar lo que falta?
-Lo más lógico es actuar de una manera desconcertante. En vez de seguir siendo la presa, salga usted a buscar a esta mujer y aprópiese del resto del documento.
¿El hermano Marcelo estaba loco? Sin embargo, el planteo no estaba desprovisto de lógica.
-De todas maneras, -continuó- no va a poder salir hasta que no le haya pasado por escrito una traducción de estos papeles; y aunque esto estuviera listo va a necesitar que lo acompañe una persona que sepa arameo para traducir el resto. Si lo encuentra, claro.
-AJ. Pero está escondido en alguna casa segura de la Alianza.
-Entonces eso nos lleva a tener que buscar el contacto con la Alianza. ¿Le gustan las tertulias literarias?
-No se. ¿Por qué?
-Porque mañana vamos a asistir a una.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Diez

   Alta Gracia, 1º de Septiembre de 2012
 


   Mirando películas uno puede hacerse una idea del mundo. Hoy descubrí que esa imagen es más la expresión de las fantasías y deseos de los guionistas, directores y expectadores, que un reflejo de la realidad. Mi madre siempre me decía que yo era un ingenuo, y tenía razón. Mirando policiales había desarrollado la idea de que el crimen dejaba huellas terribles en el criminal. Y no es así. Anoche me acosté a dormir con la idea de que debía estar inquieto y consumido por la culpa; sin embargo, no habré tardado más de cinco minutos en dormirme.
   Cuando me desperté, cerca de la media mañana, estaba fresco y descansado. Me sentía bien. Me volvía a poner el uniforme y fui a la cocina. En una punta del mesón estaba la lata de película donde había escondido la carpeta robada. En la otra punta estaba sentada Nora, tomando un jarro de mate cocido. Me saludó con la mano sin dejar de beber. Detrás mío entró el hermano Marcelo con un paquete de ropa en la mano, y lo dejó sobre el mesón.
   -Buen día. Nora me pidió que le busque algo para que se cambie porque tiene que devolver ese uniforme. Entre todo esto tiene que haber algo que le quede.
   -La ropa estaba usada pero en buen estado, no parecía sacada de una colecta parroquial. Seguramente había pertenecido a víctimas de las necesidades alimenticias del hermano Marcelo. Inmediatamente me acordé de la escena de "Vértigo" en la que James Stewart le decía a Kim Novak "no se guardan recuerdos de un asesinato".
   Nora no me dejó margen  para sentir asco por tener que ponerme la ropa de un muerto. Me explicó que si el uniforme y ella no estaban en Córdoba, antes de la cuatro de la tarde, iba a haber problemas; así que me mandó a cambiar.
   Me puse un traje oscuro. Parecía un cura. Por lo menos ese aspecto se integraba bien en el entorno de la Estancia Jesuítica. Cuando volví a la cocina, Nora estaba lista para salir. En la mano tenía la sobaquera y la veintidós.
   -Te dejo la pistola, te puede hacer falta, y de todos modos yo tengo un fusil en el camión. Quedate acá un par de días. Cuando hagas falta te vamos a contactar.
   Me dio la mano y se fue caminando por la galería, buscando la escalera que llevaba al túnel. Antes se detuvo una vez más y me dijo: -Acordate de disparar entre los ojos- después sentí los pasos bajando.
   Me quedé unos minutos mirando la galería vacía hasta que escuché la voz del hermano Marcelo llamándome desde la cocina.
   -¿Le interesa saber que dicen los documentos? Es asombroso. Si no fuera que tengo plena confianza en Nora, me costaría mucho creer que alguien robó estos papeles por accidente.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Nueve

   El hermano Marcelo no tenía el aspecto verdoso de L. Lo único fuera de lo común era que casi no parpadeaba. Ni siquiera parecía un religioso. No iba de traje ni de hábito. Lo encontramos cuando salimos a la superficie, en una de las alas laterales de la Estancia Jesuítica. Nora lo saludó con familiaridad pero sin llegar a la confianza. Le explicó cual era mi situación y le dijo que ella debía volvera a Córdoba al día siguiente, apenas yo estuviera en un lugar seguro. El hermano Marcelo escuchó, y después de mirarme con detenimiento me extendió la mano. No tenía la temperatura normal de un ser humano pero tampoco estaba frío como un cadáver. Nos llevó a la cocina de la Estancia. Ahí le relate la historia de mi expedición nocturna a Gath y Chavez, como me apropié de la carpeta y las consecuencias que eso generó. El hermano me dijo que entendía que me había metido en una situación complicada.
   -Las fidelidades están divididas incluso entre los miembros de mi orden. Hace dos días tengo alojados a dos hermanos que vinieron de Ciudad Santucho y no han hecho otra cosa que vigilarme y hacer preguntas incómodas. Por suerte ustedes dos vinieron de uniforme. A lo mejor no despiertan sospechas. Volviendo al asunto que nos ocupa, además de sus "incidentes", ¿algo más para comentar de Córdoba?
   -JF le manda saludos.
   -Gracias. ¿Sigue en la docencia?
   -No sabía que era docente.
   -Los dos lo éramos, en la Facultad de Derecho.
   Me quedé perplejo. Me di cuenta de lo poco que sabía de mis amigos. Nos habíamos acostumbrado a relacionarnos con la gente tratando de saber lo menos posible, para evitar que uno pudiera comprometer al otro.
   El hermano Marcelo volvió a hablar:
   -¿Trajo con usted los papeles del Congreso?
   -Si. Están en el camión.
   -Mañana vamos a tratar de establecer por qué son tan importantes. ¿Se da cuenta cabalmente hasta donde lo trajo la curiosidad?
No. No fue hasta ese momento en que el hermano Marcelo me hizo esta pregunta, que tomé conciencia de cómo en unos días había cambiado mi vida. El archivero sospechoso era ahora un prófugo reclamado por dos facciones en guerra, y protegido por una alianza inextricable. Como me había quedado callado, Nora aprovechó para hablar:
   -Hermano, vamos a tener que salir. Lo vemos a la noche.
   Nora me llevó afuera de la Estancia. A pesar de ser mucho más baja que yo, me arrastraba apretándome el brazo. Al estar cerca de ella, noté que debajo de la chaqueta tenía una sobaquera con una pistola. A la altura del tajamar se detuvo y me interpeló:
   -¿Sos consciente de donde estás metido?
   -Si.
   -¿Estás dispuesto a probar tu fidelidad?
   -Supongo que no tengo alternativas.
   -Bueno, entonces vas a matar un kappa.
   -¿Qué?
  -No hay vuelta atrás. Si querés nuestra protección tenés que estar dispuesto a hacer lo que te pidamos. ¿Lo vas a hacer?
    -¿Pero estas cosas no están muertas ya?
   -No. No es como en el cine. Acá no hay pactos con el demonio, ni ajo, ni cruces. Son animales parecidos a nosotros pero con un ciclo vital y una alimentación diferente.
   -¿Y el hermano Marcelo?
   -Eso es otra cosa. Durante años se creía que la gente podía convertirse en vampiros, pero no es exactamente así. Estos bichos contagian, son el vector de una enfermedad infecciosa que, en los humanos afecta el sistema digestivo. Marcelo es humano como nosotros, y va a morir como nosotros, pero necesita de una "dieta especial", parecida a la de ellos.
   Mientras Nora decía esto, nos alejábamos del tajamar, buscando el arroyo. Siguió dando instrucciones.
   -Vas a empezar por algo fácil. Subiendo el curso del arroyo hay un nido. A esta hora podemos encontrar una cría.
   Seguimos caminando un rato más hasta que llegamos al balneario, a mitad de camino de la gruta de la Virgen. Caminando por el borde del agua había un chico desnudo que por el aspecto no debía tener más de tres años.
   -Ahí está, -dijo Nora.
   -¿Quién?
   -La cría del kappa.
   -Es un nene...
   -No te engañes. Esa porquería debe tener unos setenta años.
   -Pero...
   -Yo lo agarro y lo traigo. Vos le metés el balazo entre los ojos.
   -¿Cómo sabés si...?
   -Callate y agarrá la pistola.
   Nora sacó un calibre veintidós de la sobaquera y me lo dio. Tomó carrera y se lanzó arriba del chico. Parecía una carneada, con la diferencia que esto no era un chancho ni un ternero. Por la habilidad que tenía Nora se notaba que no era su primera vez.
  -Ahora -gritó. -No dudes, hacelo ahora.
   ¿Y si mataba a un chico? ¿Estaba a merced de una banda de locos o de verdad el mundo estaba lleno de monstruos no humanos que teníamos que exterminar?
   -¡Dispará carajo!
   Me acerqué y lo encañone de cerca. Me temblaban las piernas.
  -¡Dispará!
  Apreté el gatillo. Sentí el estruendo y los oídos me zumbaron. Si había tenido dudas, ya no las tenía más. La cosa a la que le había disparado se disolvía en el piso, como una babosa a la que le echaron sal.
  -Bueno, -dijo Nora- ahora sabés como revientan estas cosas. Volvamos a la Estancia.
   -En el camino de regreso no pude decir nada. Aunque "eso" no hubiera sido humano, no podía dejar de pensar que había matado a un niño y que en unas horas habría un papá kappa o una mamá kappa buscando un hijo perdido en el arroyo. Nora no tenía ninguna angustia. Recogía flores silvestres que iba acomodando en un ramo.
   En la Estancia todo parecía ordenado y tranquilo. Nora me indicó donde iba a pasar la noche cada uno de nosotros y después fuimos a la cocina a buscar al hermano Marcelo. Caminando por la galería noté en el piso, unas pequeñas gotas de sangre que iban formando un rastro. Cuando llegamos a la cocina sentimos olor a carne y tela quemadas. El hermano Marcelo estaba imperturbable. Solamente una pequeña mancha en el cuello de la camisa me daba la certeza de que se había comido a sus compañeros de la órden.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Ocho

   JF me llevó hasta la iglesia de la Compañía. La manzana jesuítica era un lugar poco transitado desde el cierre de la Facultad de Derecho. Unos años antes, el edificio del Colegio Montserrat había sido reasignado para una escuela técnica para después abandonarlo por la probabilidad de derrumbes. En la nave central de la iglesia había una mujer joven, un poco baja de estatura pero con el físico de una acróbata. Llevaba puesto el uniforme del personal administrativo de la aviación. No esperó que JF hiciera presentaciones, se paró delante mío y me midió con la mirada. Cuando terminó el examen me habló.
   -¿Vos sos el pasajero? Soy Nora. ¿A qué te dedicás?
   -Soy archivero de la Cinemateca.
   -Mirá vos. Mi hermana hacía el doctorado en Historia del Arte. A lo mejor alguna vez se cruzaron.
   -Puede ser. ¿Qué está haciendo ahora?
  -Trabaja en un taller mecánico. Según el partido, su tesis de grado estaba llena de desviaciones burguesas.
   JF interrumpió: -Si seguimos acá podríamos ser detectados. Además tienen por delante treinta y ocho kilómetros para conversar. Salgan ahora. Cuando lleguen a Alta Gracia el Hermano Marcelo va a ponerse en contacto con ustedes. Salúdenlo de mi parte.
   Hizo una inclinación de cabeza, dio media vuelta y se fue. Mientras lo miraba partir, Nora me tocó el hombro. Me hizo señas para que la siguiera hasta el presbiterio. Detrás del altar, en un costado del ábside,  había una puerta que conectaba con un pasillo que llevaba al edificio del Decanato de la Facultad de Derecho. Me llamó la atención que en el patio central, la estatua del Obispo Trejo estaba decapitada. Doblamos a la derecha. En el pasillo que conectaba al patio secundario, al lado de los baños,  había una escalera. Bajamos. Llegamos a una habitación pequeña. Me acordé de la casa de Rotwang el inventor, de la película Metrópolis, llena de pasadizos y trampas. Nora abrió una puerta y pasamos a un ambiente completamente oscuro. La corriente de aire permitía suponer que era un lugar bastante grande. Nora tanteó la pared hasta que encontró lo que buscaba. Sentí el ruido de un interruptor. Las luces se encendieron. Nora me habló de nuevo mientras caminaba hacia adelante:
   -Está todo operativo. La semana pasada tuvimos que hacer otro traslado.
   -¿Hacés esto seguido?
   -No preguntes.
   -Si tenemos un viaje por delante tenemos que hablar de algo...
   -¿Te interesa el arte floral?
   -¿Arte floral?
   -Si. El ikebana por ejemplo. Con JF tenemos conversaciones muy interesante sobre ikebana. Bueno, basta, acá está el camión.
   Delante nuestro había un Unimog viejo. Nora se subió y lo hizo arrancar. Encendió las luces altas adelante se hizo visible el túnel.
   -Dejá el asombro para después y subí, -me gritó-, si esperabas algo chiquito y colonial te equivocaste. A este lo modernizaron en los setenta los Montoneros.
   Nora puso primero ya sacó el camión para adelante. En las siguientes dos horas me contó su historia: el partido la había reclutado de chica para integrar los cuerpos deportivos. Se había especializado en gimnasia deportiva, pero como a los dieciséis años ya estaba demasiado desarrollada se pasó al equipo de tiro con carabina. Descubrió que le apasionaban las armas. Como también demostró habilidad para la mecánica le permitieron entrar a la escuela de la aeronáutica, pero ahí empezó a tener problemas. Vio cosas que no le gustaron y nunca demostró el suficiente compromiso político. No comentó mucho sobre como se metió en la Alianza, lo único que dijo fue que había conocido a JF en un curso de bonsai, y que fue él el que le pidió que hiciera algunos trabajos, sobre todo los traslados, y cada tanto conseguir uniformes y armas.
   A pesar de lo tortuoso que estaba el camino me quedé dormido. Nora me despertó con una frenada. 
   -Llegamos. Antes de que salgas tenés que saber un par de cosas. Primero que acá no hay lugar para los flojos. Alguna prueba vas a tener que pasar. Y segundo, para que no metas la pata, aunque esté con nosotros, el Hermano Marcelo es un poco vampiro.
   En ese momento fue la ultima información la que me resultó chocante. Es que no había forma en que me imaginara cual era la prueba que tenía que pasar.   

jueves, 6 de septiembre de 2012

Siete.


Córdoba, 31de agosto del 2012

No se gana para sustos últimamente. Después del incidente en la casona no volvía a la Cinemateca. Roberta debía estar feliz pensando que me mandaron a un campo de reeducación. Durante dos días mantuve apagadas las luces, cerradas la ventanas y bajas las persianas. No atendí el teléfono, que de todos modos, no sonó. La mañana del tercer día desperté sobresaltado. Prendí el velador y vi a JF sentado en una silla en el extremo de la habitación. Tardé unos segundos en darme cuenta que realmente estaba ahí. La forma de estar sentado, estática y atenta pero a la vez elegante, recordaba a Toshiro Mifune haciendo de samurai. Sin separar las manos de las rodillas giró un poco la cabeza y me hablo:
—Buen día. Vestite. Vamos a sacarte de la ciudad.
Doblado en el extremo de la cama había un uniforme de la Guardia Revolucionaria.
—Es de tu talle. Te espero en la cocina.
JF salió. Me puse el uniforme. En un tiempo en que perdimos la capacidad de asombro no pude menos que admirarme de la capacidad de JF de establecer las medidas de la ropa con solo mirar una persona. Me miré en el espejo. Me sentí distinto, como si el uniforme tuviera el poder de transmitir las convicciones que representaba, pero el efecto duró poco. Al minuto dejé de ver al “luchador por el hombre nuevo” para encontrar la imagen de los burócratas. Dejé de fantasear sobre el uniforme y fui a la cocina. JF ya tenía listas dos tazas de café.
—Vamos a llevarte a Alta Gracia. La Alianza tiene el apoyo de los jesuitas así que vamos a usar el túnel.
¿El túnel? Entonces era verdad que existía. Durante cientos de años la gente fantaseó que la iglesia de la Compañía de Jesús y las estancias jesuíticas estaban conectadas bajo tierra, pero siempre me pareció un cuento de viejas.
—Para cubrirte en el trabajo falsificamos una nota del Ministerio notificando a la responsable política de la Cinemateca de tu ascenso a la Dirección de Patrimonio Cultural. El agente que llevó la nota dijo que la chica estaba indignada. Ahora bajemos que tengo el auto abajo.
Nunca supe que JF tuviera un auto, pero eran tantas las cosas de las que tenía que enterarme, que lo primero que pregunté cuando subimos al ascensor era si sabía algo de lo que había pasado en la casona de Nueva Córdoba. Me dijo que oficialmente no se había informado nada pero la Alianza tenía un contacto con las brigadas de limpieza. Según el contacto, el Partido estaba tan desconcertado que habían fijado como prioridad averiguar qué sector de los vampiros había atacado y por qué. Seguramente eso me había dado el margen para que mi presencia en la casa hubiera pasado a un segundo plano. Después le pregunté por AJ.
—Está en una casa segura. Como te habrás dado cuenta, ese alumno Pablo era un traidor, lo que no sabemos es si trabaja para el partido o los vampiros.
—¿Y L.?
—No tenemos noticias precisas, pero algunos informantes dicen que la vieron cerca del Castillo de Mandl en La Cumbre.
—Una cosa más. Tengo que pasar por la Cinemateca a buscar unos papeles.
—No creo que haya problemas. Por ahora te protege el uniforme.
Salimos del edificio. JF me hizo subir a un Ford Falcon 67. Cuando le pregunté como lo había conseguido me dijo que de la misma manera que el uniforme y no agregó nada más. Manejó hasta la Cinemateca. A pesar de que sabía que empezaba un viaje sin retorno la sensación que me dominaba en ese momento era el placer de imaginar la cara que pondría Roberta al verme.
JF detuvo el auto y bajé. Los porteros se cuadraron al verme. Ni siquiera me miraron a la cara. No llegaron a reconocerme. Fui directo al depósito. Busqué la lata del rollo de película donde había escondido la carpeta. Era pesado para transportar pero había que guardar las apariencias hasta el final.
Saliendo del depósito me crucé con Roberta. No me habló. Miró el uniforme y dió media vuelta visiblemente ofendida. Entró a su oficina y cerró la puerta con un golpe. Salí del edificio. Los porteros intentaron saludarme haciendo la venia. Entré al auto. Mientras arrancaba, JF largó una carcajada al leer la etiqueta del rollo de película: Vampyr. Carl Dreyer. 1932  

lunes, 3 de septiembre de 2012

Seis.

Córdoba, 28 de agosto de 2012

   Después de tres días viviendo en la casa de AB decidí regresar a mi departamento. Necesitaba dormir en mi cama. Por otra parte, no quería abusar de la hospitalidad de AB y su mujer, a pesar de que ellos insistían en que mi dedicación a ayudar a sus hijos con la tarea escolar compensaba el costo de mi estadía.
   Encontré que el departamento no estaba revuelto pero había señas de que había sido inspeccionado por una brigada especializada. Llamaba la atención la prolijidad con que habían desarmado el cotín del colchón y lo habían vuelto a coser. Un trato tan minucioso no era característica de la policía política. El régimen quiere saber que te vigilan. Esto, en cambio había sido realizado por un cazador cuidadoso que buscaba pasar inadvertido en el paisaje.
   Estuve inquieto toda la noche pero no pasó nada. A la mañana fui a la Cinemateca. Cuando llegaba a la puerta me sentí inquieto, como amenazado por un animal salvaje. Al darme vuelta me encontré con la Señorita L. a una distancia incómoda.
   -¿Qué quiere?
   -Buen día.
   -¿Buen día? ¿No era que para usted no era ningún gusto hablar conmigo?
   -No abuse de mi paciencia. Ya podría habérmelo desayunado.
   -¿Qué quiere decir?
   -No se haga el estúpido. Sigue vivo porque yo quiero.
   -No se de qué habla.
   -Los papeles del Congreso, ¿donde están?
   -Insisto, no se de qué habla.
   -Escúcheme, usted cree que reteniendo esos papeles se asegura seguir vivo pero no es así. Hay gente menos paciente que yo que puede tomar decisiones desagradables. No me haga perder tiempo.
   -Usted vino sola...
   -Que tenga un buen día. Salude de mi parte a sus amigos de la Alianza.
   Dio media vuelta y se fue. Del otro lado del vidrio de la puerta de la Cinemateca, Roberta miraba con expresión pasmada. Seguramente la Señorita L. la había estado interrogando. Al mediodía tuve otra visita incómoda, Pablo, el alumno de arameo de AJ. Si esta historia fuera una película de la Warner Bros, el papel de Pablo lo interpretaría Peter Lorre; el pusilánime sinuoso y traidor. Con una diferencia importante: Lorre era un buen actor y Pablo no. Llegó evidentemente nervioso, simulando que pasaba de casualidad por la zona. Insistía en querer saber qué había hecho después de la aventura en Gath y Chavez. Hizo todo tipo de preguntas para saber de mis actividades. Me dijo que había perdido contacto con AJ y que necesitaba ubicarlo. Traté de ser elusivo pero no desagradable. Como en una jugada de poker, lo decisivo no era tener las mejores cartas sino que el oponente lo creyera.
   Hasta ese momento el día había sido solamente molesto, lo que siguió fue incalificable. A las cuatro de la tarde llegó un auto del Ministerio de Cultura. El chofer tenía el aspecto de ser un torturador de la policía política. Roberta lo recibió encantada. La alegría le duró lo que tardó el orangután del partido en comunicarle que me buscaban para "actividades relativas a la planificación de un ciclo de cultura en los barrios". Evalué las posibilidades de escapar: Nulas. Subí al viejo Kaiser Carabela. Estaba bien mantenido considerando la cantidad de años que tenía. Las manijas de las ventanas estaban anuladas y las puertas solo abrían desde afuera. Una vez adentro no había como salir.
   Me llevó hasta una casona de Nueva Córdoba. Entramos por un portón automático. Dejó el auto estacionado en el patio central. El edificio no tenía el aspecto de ser usado para la detención o la tortura. No había rejas ni alambrado, ni tenía la suficiente cantidad de guardia. Una mujer pelirroja se acercó al auto, me abrió la puerta e indicó que bajara. Me extendió la mano para saludarme.
   -Licenciada Kupferschimdt, mucho gusto.
   -¿Licenciada en qué?
   -Psicología.
   Estuve un instante desconcertado y después largué una risotada nerviosa. La pelirroja me miró con distancia profesional.
   -¿De qué se ríe?
   -No joda. ¿Para qué me trajeron?
   -Necesitamos evaluarlo. Algunos de sus compañeros de trabajo han sugerido que su comportamiento no es adecuado para el desarrollo de un correcto ambiente laboral.
   Mientras la psicóloga hablaba me pareció ver un movimiento sospechoso en el techo. No era seguro seguir en el patio.
   -¿Le molestaría si seguimos conversando adentro? -le dije.
   -¿Le molesta estar en espacios abiertos?
   -No. Me hace fresco.
   Dudaba si esta mujer era una torturadora sádica o genuinamente estúpida. ¿Realmente me habían llevado para medir mi adaptación al trabajo? La siguiente hora la pasé respondiendo tests psicométricos obvios. Dos cosas, sin embargo, empezaban a preocuparme: los ruidos de pasos en el techo y la llegada de dos blindados que se estacionaron en la vereda.
   Pasó media hora más y Kupferschimdt cambió abruptamente de tema. En un tono condescendiente y maternal trató de hacerme entender que mi visión de la realidad estaba equivocada y que era una lástima que no sumara mi esfuerzo para construir la nueva Argentina que proyectaba el Líder. En ese momento llegué a la conclusión de que la mujer era un pobre idiota. De todas maneras eso no resolvía el porqué seguían los ruidos en el techo y los blindados en la vereda. Tenía que encontrar la forma de salir.
   -Licenciada...
   -¿Si?
   -Necesito ir al baño.
   -Tengo órdenes de no dejarlo solo.
   -Entonces voy a tener que mearle el salón.
   -¿No puede aguantar?
   -Depende. ¿Me va a tener acá mucho tiempo?
   -No lo decido yo.
   -Bueno, dese vuelta porque hago acá mismo.
   -Espere, lo llevo al baño. Es del otro lado del patio.
   Cuando salíamos de la habitación me pareció ver que alguien se bajaba de uno de los blindados. En el patio no estaba el guardia ni el mono de la policía que me había llevado. El Kaiser Carabela seguía estacionado. Cuando habíamos caminado la mitad del trayecto sentí un ruido, como el golpe de un cuerpo cayendo detrás de nosotros. La pelirroja gritó. Giré y vi como la persona que había saltado del techo la agarraba por el cuello. Quise ayudarla pero dos manos me agarraron de atrás. Por el portón entraron cinco personas, todas con el mismo tono de piel entre pálido y verdoso de la Señorita L. El que tenía agarrada a Kupferschimdt empezó a morderle el cuello mientras la mujer gritaba. Nunca me imaginé que la presión de la sangre al escapar de un cuerpo pudiera hacer el desastre que tuve que ver. Cuando la mujer dejo de gritar y se sacudió en los últimos estertores el vampiro me miró. Le hizo señas al que me sostenía para que me soltara. Estaba paralizado. No tuve el impulso de correr. Además me dí cuenta de que me había meado encima. El vampiro dejó de mirarme por un momento, hundió la mano en el vientre de la mujer, y arrancó algo que me tiró a la cara. No se si era el útero o el corazón. Recuerdo solamente el golpe. Mientras tanto, el que tenía atrás me olía el cuello. Cuando pensé que se habían cansado de jugar conmigo empezaron a desenrollar el intestino de la mujer. Uno de ellos se acercó y me lo colocó alrededor del cuello como una corbata.
   -Saludos de L., -me dijo- y aproveche el viaje de regreso a su casa para considerar seriamente de qué lado está.
   Salí por la puerta de la cochera. Uno de los blindados arrancó y me siguió a paso de hombre durante diez cuadras. Cuando cambiaron de dirección y se fueron, me descompuse del miedo y vomité contra una tapia.