Alta Gracia, 3 de septiembre de 2012
Cuando
empecé este diario tenía la sospecha de que debajo de la apariencia
aburrida de la “patria socialista” había pujas y tensiones, pero
no que había una guerra entre humanos y monstruos, entre monstruos y
monstruos, entre semihumanos y monstruos, y cuanta combinación más
sea posible.
Ayer,
a pesar de todo fue un día tranquilo. El hermano Marcelo me dio
indicaciones de como entrar y salir de la estancia, y se fue a hacer
alguna gestión. Dediqué la mañana a revisar la ropa que había
quedado de las víctimas del cura. Una buena cantidad me iba bien,
incluyendo un traje de calidad. Revisándole los bolsillos encontré
una cantidad importante de dinero. El hermano Marcelo no lo había
tocado. Comía gente pero observaba el voto de pobreza. Se me ocurrió
que podía aprovechar los billetes para ir a comprar ropa interior.
Aunque había tenido la sangre fría para matar a un “niño”, no
toleraba la idea de ponerme los calzoncillos de un muerto.
Fui
hasta el centro de Alta Gracia donde encontré una tienda. La mujer
que me vendió la ropa me miró con desconfianza. Generalmente las
personas que pagan con dinero y no con cupones de racionamiento, son
agentes de la policía secreta.
Aproveché
el mediodía templado para caminar por los jardines del Gran Sierras
Hotel, ahora reservado a la Jerarquía, y almorcé un poco de fruta,
pan y fiambre que me vendieron en un almacén. Pasé la tarde vagando
por el Alto, viendo como el racionamiento y las plantas carcomían
las casonas.
De
regreso a la estancia vi al hermano Marcelo bajarse de un Lada 125.
Me hizo señas para que lo alcanzara. Llegando al portón, me puso
una mano en el hombro (lo que me dio un poco de inquietud) y me dijo:
-Mañana
va a ver al contacto. Ahora vaya a la cocina, tome algo de sopa y
váyase a dormir.
-¿No
me acompaña?
-No.
Nunca tomo sopa.
La
situación me parecía repetida, pero siempre me pasa por la cantidad
de películas que he visto.
Hoy
a la mañana me levanté tarde. Al pasar por la galería vi al
hermano leyendo en el parque. En el mesón de la cocina ya estaba
servido el desayuno. No había ninguna pista de qué había comido el
cura. Me senté al mesón y estuve media hora absorto, disfrutando
del mate cocido y del pan. Hasta que Marcelo entró.
Venía
a darme instrucciones. Me explicó que la Alianza estaba infiltrada
en el ministerio de Cultura y que usaba algunas actividades en los
pueblos para encubrir una red de contrainformación. Esta tarde, se
realizaba un encuentro de escritores que me iba a servir para acceder
a lo que necesitaba.
El
resto de la mañana fue tranquilo. Después del almuerzo busqué el
traje y me lo puse. En los últimos días yo también había mudado
de piel varias veces. Probé de moverme con el traje por si hacía
falta pelear. Luego pensé en qué libros había leído últimamente,
como para mantener una conversación.
Pasadas
las cinco de la tarde fuimos con el hermano Marcelo a la Casa Museo
de Manuel de Falla. En el jardín había unos pocos autos, entre
ellos el Lada que había visto a la mañana. Entramos. Había olor a
café, a café bueno, importado de Brasil o Colombia. No el café
salteño que tomábamos habitualmente. Por las distintas habitaciones
de la casa se veía a los asistentes pasear. Se notaba que la mayoría
estaba al acecho por un bocadito. Reconocía algunos escritores
prestigiosos de la provincia: un riocuartense que hacía policiales,
el último ganador del premio Luis de Tejeda, un joven humorista y un
prestigioso cuentísta y crítico. Todos circulaban por los salones
como si una fuerza invisible los organizara. Gravitaban alrededor de
la señora Barros.
Apoyada
en se bastón distribuía su tiempo y su atención equitativamente
entre los asistentes. La señora Barros era un fenómeno raro. Había
empezado a publicar cuando ya había pasado los cincuenta años de
edad, y su literatura no se adaptaba a los cánones ideológicos ni
estéticos que sostenía el gobierno. Se sostenía por la fidelidad
de sus lectores y el reconocimiento que iba ganando en el exterior. A
pesar de que sospechaban que era opositora, los funcionarios de
Cultura le dejaban publicar para sostener la idea de que en el país
no había censura.
El
hermano Marcelo me llevó cerca de donde estaba la señora. De una
manera apenas perceptible intercambió miradas con la escritora y se
fue a otra habitación con la excusa de buscar un sándwich. La
señora Barros se acercó y extendió la mano. Contesté el saludo
pero no se me ocurrió nada que decir, así que ella habló
directamente:
-Me
dijeron que usted trabajaba en la Cinemateca, así que me imagino que
sabe quién fue Hedy Lamarr.
-Si,
por supuesto.
-Entonces
sabe también quién fue Fritz Mandl.
-Uno
de sus maridos. El constructor del Castillo de La Cumbre.
-Si.
¿Sabe quien maneja el Castillo ahora?
-Una
amiga de Hedy. No imagine que hablo de una dulce viejita. La señora
Lamarr tenía miedo de envejecer y estaba fascinada por los vampiros.
En Hungría conoció a una particularmente bella que después fue
amante de Mandl. La misma que ahora está buscándolo a usted.
¿Y
para qué necesita el Castillo esa mujer?
-Para
distintas operaciones encubiertas. Pero sígame a otra habitación.
Aquí podrían escucharnor.
La
señora Barros me tomó del brazo y fuimos a la sala donde estaba
montado el buffet. Me pareció que el crítico y el humorista se
hacían señas. Sentí también ruidos en el jardín,
Con
una copa de vino en la mano la señora Barros volvió a hablarme:
-Usted
necesita buscar a una persona en el mismo lugar en el que nosotros
buscamos a otra. En el Castillo hay un laboratorio clandestino
montado por L. Ahí tienen encerrada a una embrióloga. Sospechamos
que la tienen para tratar de crear híbridos. Su misión es ayudar a
rescatarla, y si puede, aprópiese de los documentos del Congreso.
En
circunstancias normales me hubiera asombrado, pero en el momento en
que la señora me explicaba sobre cómo se organizaba la brigada que
me iba a apoyar, el ruido de golpes en el jardín me impedía prestar
atención a lo que me decía.
-¿No
deberíamos ver que pasa afuera? - pregunté.
-No.
José, Esteban y Martín se están ocupando. Concéntrese en lo que
voy a decirle. En el jardín está estacionado un Dacia. Estas son
las llaves. En la guantera tiene dinero, una pistola 38 cargada y un
mapa con instrucciones. Cuando esté cerca del Castillo va a
encontrar a la brigada. Me volvió a extender la mano para dar por
terminada la conversación. Sentí atrás mío la voz de Marcelo.
-Salgamos,
-dijo- en poco tiempo va a haber agentes haciendo preguntas molestas.
Afuera,
en el jardín, estaban tres de los escritores que había reconocido
en el museo. El humorista tenía una herida en la cabeza. A pesar de
que perdía mucha sangre le gritaba a los otros dos que terminaran
con el trabajo. A unos metros había un cuerpo tirado. El
riocuartense le pegaba con el mango de un rastrillo. El crítico se
acercaba corriendo con una pala en la mano. La levantó por arriba de
su cabeza y la descargó con fuerza en el cuello del que estaba en el
piso. Volví a ver la baba espumosa que estas cosas dejaban al morir.
Tuve
el impulso de ayudar al humorista pero me detuvo:
-No
tiene nada que hacer acá. Váyase y cumpla con lo que le
corresponde.
Busqué
el Dacia. Estaba a unos pocos metros. Subí y arranqué. Por el
espejo retrovisor vi como los dos escritores que habían matado al
vampiro levantaban a su compañero y lo subían al Lada. Aceleré y
busqué 'el camino a la estancia. Había que recoger la ropa, y la
pistola que me había dejado Nora. Y todavía tenía por delante una
noche larga manejando por las sierras.