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lunes, 24 de septiembre de 2012

Doce.

Alta Gracia, 3 de septiembre de 2012



Cuando empecé este diario tenía la sospecha de que debajo de la apariencia aburrida de la “patria socialista” había pujas y tensiones, pero no que había una guerra entre humanos y monstruos, entre monstruos y monstruos, entre semihumanos y monstruos, y cuanta combinación más sea posible.
Ayer, a pesar de todo fue un día tranquilo. El hermano Marcelo me dio indicaciones de como entrar y salir de la estancia, y se fue a hacer alguna gestión. Dediqué la mañana a revisar la ropa que había quedado de las víctimas del cura. Una buena cantidad me iba bien, incluyendo un traje de calidad. Revisándole los bolsillos encontré una cantidad importante de dinero. El hermano Marcelo no lo había tocado. Comía gente pero observaba el voto de pobreza. Se me ocurrió que podía aprovechar los billetes para ir a comprar ropa interior. Aunque había tenido la sangre fría para matar a un “niño”, no toleraba la idea de ponerme los calzoncillos de un muerto.
Fui hasta el centro de Alta Gracia donde encontré una tienda. La mujer que me vendió la ropa me miró con desconfianza. Generalmente las personas que pagan con dinero y no con cupones de racionamiento, son agentes de la policía secreta.
Aproveché el mediodía templado para caminar por los jardines del Gran Sierras Hotel, ahora reservado a la Jerarquía, y almorcé un poco de fruta, pan y fiambre que me vendieron en un almacén. Pasé la tarde vagando por el Alto, viendo como el racionamiento y las plantas carcomían las casonas.
De regreso a la estancia vi al hermano Marcelo bajarse de un Lada 125. Me hizo señas para que lo alcanzara. Llegando al portón, me puso una mano en el hombro (lo que me dio un poco de inquietud) y me dijo:
-Mañana va a ver al contacto. Ahora vaya a la cocina, tome algo de sopa y váyase a dormir.
-¿No me acompaña?
-No. Nunca tomo sopa.
La situación me parecía repetida, pero siempre me pasa por la cantidad de películas que he visto.
Hoy a la mañana me levanté tarde. Al pasar por la galería vi al hermano leyendo en el parque. En el mesón de la cocina ya estaba servido el desayuno. No había ninguna pista de qué había comido el cura. Me senté al mesón y estuve media hora absorto, disfrutando del mate cocido y del pan. Hasta que Marcelo entró.
Venía a darme instrucciones. Me explicó que la Alianza estaba infiltrada en el ministerio de Cultura y que usaba algunas actividades en los pueblos para encubrir una red de contrainformación. Esta tarde, se realizaba un encuentro de escritores que me iba a servir para acceder a lo que necesitaba.
El resto de la mañana fue tranquilo. Después del almuerzo busqué el traje y me lo puse. En los últimos días yo también había mudado de piel varias veces. Probé de moverme con el traje por si hacía falta pelear. Luego pensé en qué libros había leído últimamente, como para mantener una conversación.
Pasadas las cinco de la tarde fuimos con el hermano Marcelo a la Casa Museo de Manuel de Falla. En el jardín había unos pocos autos, entre ellos el Lada que había visto a la mañana. Entramos. Había olor a café, a café bueno, importado de Brasil o Colombia. No el café salteño que tomábamos habitualmente. Por las distintas habitaciones de la casa se veía a los asistentes pasear. Se notaba que la mayoría estaba al acecho por un bocadito. Reconocía algunos escritores prestigiosos de la provincia: un riocuartense que hacía policiales, el último ganador del premio Luis de Tejeda, un joven humorista y un prestigioso cuentísta y crítico. Todos circulaban por los salones como si una fuerza invisible los organizara. Gravitaban alrededor de la señora Barros.
Apoyada en se bastón distribuía su tiempo y su atención equitativamente entre los asistentes. La señora Barros era un fenómeno raro. Había empezado a publicar cuando ya había pasado los cincuenta años de edad, y su literatura no se adaptaba a los cánones ideológicos ni estéticos que sostenía el gobierno. Se sostenía por la fidelidad de sus lectores y el reconocimiento que iba ganando en el exterior. A pesar de que sospechaban que era opositora, los funcionarios de Cultura le dejaban publicar para sostener la idea de que en el país no había censura.
El hermano Marcelo me llevó cerca de donde estaba la señora. De una manera apenas perceptible intercambió miradas con la escritora y se fue a otra habitación con la excusa de buscar un sándwich. La señora Barros se acercó y extendió la mano. Contesté el saludo pero no se me ocurrió nada que decir, así que ella habló directamente:
-Me dijeron que usted trabajaba en la Cinemateca, así que me imagino que sabe quién fue Hedy Lamarr.
-Si, por supuesto.
-Entonces sabe también quién fue Fritz Mandl.
-Uno de sus maridos. El constructor del Castillo de La Cumbre.
-Si. ¿Sabe quien maneja el Castillo ahora?
-Una amiga de Hedy. No imagine que hablo de una dulce viejita. La señora Lamarr tenía miedo de envejecer y estaba fascinada por los vampiros. En Hungría conoció a una particularmente bella que después fue amante de Mandl. La misma que ahora está buscándolo a usted.
¿Y para qué necesita el Castillo esa mujer?
-Para distintas operaciones encubiertas. Pero sígame a otra habitación. Aquí podrían escucharnor.
La señora Barros me tomó del brazo y fuimos a la sala donde estaba montado el buffet. Me pareció que el crítico y el humorista se hacían señas. Sentí también ruidos en el jardín,
Con una copa de vino en la mano la señora Barros volvió a hablarme:
-Usted necesita buscar a una persona en el mismo lugar en el que nosotros buscamos a otra. En el Castillo hay un laboratorio clandestino montado por L. Ahí tienen encerrada a una embrióloga. Sospechamos que la tienen para tratar de crear híbridos. Su misión es ayudar a rescatarla, y si puede, aprópiese de los documentos del Congreso.
En circunstancias normales me hubiera asombrado, pero en el momento en que la señora me explicaba sobre cómo se organizaba la brigada que me iba a apoyar, el ruido de golpes en el jardín me impedía prestar atención a lo que me decía.
-¿No deberíamos ver que pasa afuera? - pregunté.
-No. José, Esteban y Martín se están ocupando. Concéntrese en lo que voy a decirle. En el jardín está estacionado un Dacia. Estas son las llaves. En la guantera tiene dinero, una pistola 38 cargada y un mapa con instrucciones. Cuando esté cerca del Castillo va a encontrar a la brigada. Me volvió a extender la mano para dar por terminada la conversación. Sentí atrás mío la voz de Marcelo.
-Salgamos, -dijo- en poco tiempo va a haber agentes haciendo preguntas molestas.
Afuera, en el jardín, estaban tres de los escritores que había reconocido en el museo. El humorista tenía una herida en la cabeza. A pesar de que perdía mucha sangre le gritaba a los otros dos que terminaran con el trabajo. A unos metros había un cuerpo tirado. El riocuartense le pegaba con el mango de un rastrillo. El crítico se acercaba corriendo con una pala en la mano. La levantó por arriba de su cabeza y la descargó con fuerza en el cuello del que estaba en el piso. Volví a ver la baba espumosa que estas cosas dejaban al morir.
Tuve el impulso de ayudar al humorista pero me detuvo:
-No tiene nada que hacer acá. Váyase y cumpla con lo que le corresponde.
Busqué el Dacia. Estaba a unos pocos metros. Subí y arranqué. Por el espejo retrovisor vi como los dos escritores que habían matado al vampiro levantaban a su compañero y lo subían al Lada. Aceleré y busqué 'el camino a la estancia. Había que recoger la ropa, y la pistola que me había dejado Nora. Y todavía tenía por delante una noche larga manejando por las sierras.

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