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lunes, 29 de julio de 2013

34 (S02E13)

Son tiempos extraños. Miramar no es un mal lugar. Pareciera que la salinidad de la laguna mantiene alejados a los kappa y a los vampiros comunes. He indagado discretamente a los lugareños y no encontré evidencias de ataques.
Entonces, estoy tranquilo pero de duelo. Ya casi no me quedan amigos. Hace tres días enterraron a AB, después de un funeral de estado verdaderamente glorioso. La causa oficial de la defunción fue un cáncer que supuestamente no se atendió a tiempo por estar entregado a la lucha por la Patria. Decir la verdad sería incómodo. Habría que reconocer que estoy vivo y que la penosa enfermedad de mi amigo era el vampirismo. O la ambición, que para el caso sería lo mismo.
Además está Roberta. Todo en su comportamiento me recuerda a un perro chico. Sus entusiasmos y sus odios, la necesidad de afecto, el desborde de energía. Cuando fui a buscarla para escaparnos, apenas disimuló la alegría que le provocaba la aventura. Si no dio saltos de alegría  fue porque todavía estaba asustada por el allanamiento y porque le dije que venía de matar a un amigo. Como la mañana del desfile, apeló a su sentido práctico para organizar la salida. Fue ella la que sugirió venir a la laguna Mar Chiquita. Según su análisis el lugar ofrecía varias ventajas: el lugar estaba casi deshabitado por las sucesivas inundaciones, y la laguna era un buen lugar para deshacerse de un auto robado.
Después de un viaje tranquilo, y de hundir el auto en un lugar apartado, encontramos una pensión. Funcionaba en lo que había sido el bloque de habitaciones de servicio del Hotel Viena. El edificio principal  del viejo hotel y casino estaba semisumergido en la laguna. 
Nos atendió un mujer mayor, rubia. Nos dijo que se llamaba Mirtha Sylvia, y antes de que le preguntáramos nos dijo que su madre, y ella también, eran admiradoras de las hermanas Legrand. Se permitió comentarnos la tristeza que le había causado la muerte violenta de la comandante Martinez Suarez y después de un par de comentarios rabiosos sobre el nuevo gobierno, nos llevó a nuestra habitación.
Roberta derrochaba energía para contrapesar mi ánimo sombrío. Para distraerme, me pedía que le contara historias del lugar, que escuchaba, según mi impresión,  fingiendo atención. Sin embargo cada tanto hacía comentarios realmente agudos.
-Es raro, -me dijo- pareciera que siempre buscas lugares que fueron habitados por nazis o fantasmas.
Y tenía razón.
Los tres días siguientes fueron una sucesión de momentos tranquilos y bucólicos, interrumpidos por las espartanas sesiones de entrenamiento de Roberta. La chica necesitaba gastar energía. Aunque el tema no se había discutido, ella se preparaba para entrar en combate. Toda su educación la había preparado para eso y no iba a dejar pasar la oportunidad. Al cuarto día la suerte puso delante de ella un objetivo. Estábamos en la cama, desnudos, comiendo pan y fiambre. El televisor viejo que teníamos en la habitación estaba encendido para hacer ruido de fondo. Ninguno de los dos le prestaba atención, hasta que Roberta se quedo mirando estupefacta.
-Ahí está la gorda pedorra -gritó.
-¿Qué?
-Callate que quiero escuchar lo que dice.
La entrevistada era una tal Patricia. Alguna vez había trabajado en la cinemateca. Roberta me aclaró que todos la detestaban.
-Esta era la más alcahueta de todas. Además de que es una enfermita de la cabeza.
La entrevista era una colección de banalidades hasta que el periodista miró a cámara y pidió que mostraran las escenas registradas el día anterior. Mostraron un homenaje a AB y el resto de los rebeldes caídos, realizado en el auditorio de Radio Nacional. Hablaban los mismos artistas oficiales de cualquier régimen, cuando se produjo una interrupción. Desde el público pedía la palabra Patricia, y rogaba que la dejaran recitar una elegía por su amante muerto en combate.
El poema en cuestión era una porquería sensiblera escrita en verso libre, pero todos los asistentes aplaudieron conmovidos. Cuando el programa retomó la entrevista con Patricia, la joven poetisa inundaba la pantalla con un llanto plagado de mocos y de hipos. Cuando se tranquilizó volvió con su verborragia a inventariar las virtudes del amante muerto, para rematar su discurso con el compromiso de que, de ahora en más, su trabajo era mantener el nombre de su amado en la memoria popular.
Y me nombró a mi.
Un pedazo de corteza de pan se me atragantó y empecé a toser. Roberta, en vez de ayudarme, miraba el televisor e insultaba. Cuando por fin expulsé el pedazo de pan me enfrenté con Roberta.
-¡Podrías haberme ayudado! Me estaba ahogando.
-Si llega a ser verdad que tuviste algo con la gorda te ahogo yo.
Resulta que además de la amenaza de los vampiros y de AJ, ahora tenía que pelear contra una gorda mitómana y los celos de Roberta. 
Demasiadas batallas para un solo soldado.

lunes, 22 de julio de 2013

33 (S02E12)

El feriado del desfile terminó, sin mayores noticias ni emociones. Caminamos con Roberta por la ciudad como una pareja  común y corriente. Llegamos de vuelta a la casa caminando lento, casi de noche. Cenamos los sandwiches que habían sobrado del mediodía y un poco de fruta. Roberta, cansada, se durmió enseguida. Yo tardé un poco más.
Cerca de las cinco de la mañana me despertó la sensación de tener un círculo de metal apoyado en la mejilla. No terminaba de entender que pasaba cuando la voz del Indio me trajo a la realidad.
-Vestite. Vas a tener que acompañarnos.
Como Roberta empezó a moverse, el Indio apartó la pistola de mi cara, y dando un paso atrás nos puso a los dos en el rango de tiro. Mientras ella se sentaba en silencio, evalué las posibilidades de desarmar al Indio. Mi posición era desventajosa y cualquier error podía resultar en un disparo para Roberta. No tenía alternativas. Me puse de pie y me vestí. Roberta no hablaba, ni lloraba, solamente miraba un punto fijo en la pared. Supongo que ya había pasado por algún allanamiento.
Apenas salí del dormitorio me pusieron una bolsa en la cabeza y me inmovilizaron las manos con un precinto. Dos personas más, además del Indio, estaban a cargo del operativo. No hablaban entre ellos . Solamente le respondían al Indio con monosílabos. Sin maltratarme, me sacaron de la casa y me metieron en un auto. Debieron manejar unos cuarenta minutos. Por la cantidad de curvas y contracurvas era claro que estaban dando vueltas para desorientarme.
Finalmente entramos en una cochera y me bajaron. Caminamos por varios pasillos hasta que entramos en una habitación donde me sentaron en una silla y me descubrieron la cabeza.
-Espere acá sentado que ya lo van a atender- dijo uno de los tipos. Me dejaron solo en una oficina amplia. El lugar me resultaba conocido. Sillones cuadrados de cuero, bastante maltrechos; mobiliario racionalista, ambientes muy amplios y vidriados. Estaba en el palacio municipal. Lo recordaba porque de chico acompañaba a mi viejo a las reuniones de filatelistas que se realizaban una vez por mes en los salones del palacio. La oficina en la que estaba debía ser de algún funcionario jerárquico. Además de la puerta por la que había entrado, había otra, a un costado, que debía conectar con otras oficinas.
El análisis del ambiente se interrumpió. Alguien entró por la puerta principal.
-Para ser el nuevo héroe de la ciudad resultaste bastante pelotudo a la hora de elegir el escondite secreto.
La voz de AB, sin dudas.
-Y vos tampoco estuviste muy inteligente si pensaste que no iba a dar cuenta que me hiciste traer a la municipalidad.
-Beh, todo el operativo es parte de las boludeces que se le ocurren al Indio, y su banda de otarios. Se atragantaron con novelitas de espionaje y se hacen la película de que son "undercovers". ¿Querés tomar algo?
-Con las manos así se me hace difícil.
-Tenés razón, pero todavía no te voy a soltar, así que dejemos las cortesías para después.
-Serás hijo de puta...
-Más respeto, que con tu vieja yo no me metí nunca.
-¿Qué carajos querés?
-Necesito un favor.
-¿Y esta es tu idea de pedir un favor?
-Si. Porque el favor necesita de una determinada puesta en escena.
-¿Para qué?
-Para matarme y que parezca un atentado. No quiero que las nenas piensen que me suicidé.
Me quedé atónito. AB estaba delante mío, fuerte y entero como en las mejores épocas, pidiendo que lo matara. Como me quedé callado, AB caminó hasta el escritorio y se sentó. Durante un momento hizo como que acomodaba papeles y después, mirándome directo a los ojos, volvió a hablar.
- No me falles. Tenés que matarme.
-¿Por qué? ¿Por qué yo?
-Sos el único que puede hacerlo. Conocés la historia desde el principio y me vas a entender. Además te vas a convertir en un bandido de leyenda.
-Escuchame idiota, yo no quiero ser una leyenda. Me conformo con comer seguido y coger de vez en cuando. Ah, y también me gustaría encontrar a L. para reventarla a balazos. ¿Por qué no te matás vos?
-Ya te dije. Es por las nenas. No quiero que se enteren de lo que hice.
AB dejó de mirarme y se llevó las manos a la cabeza. Estuvo así, en silencio, un par de minutos. Luego se puso de pie, tomó aire y volvió a hablar.
-La última vez que me viste estaba hecho mierda. Ahora me ves sano, pero en realidad estoy mucho peor que antes. ¿Te acordás cuando fuimos al laboratorio?
-Si.
-¿Y de los papeles que robamos del Congreso?
-También. El único que los entendía era AJ.
-Ahí empezó el problema. AJ había sido mesurado hasta ese momento. Algo de lo que leyó le despertó la ambición y empezó a conectarse con el enemigo. Por supuesto que me di cuenta tarde. Mucho después del ataque al hotel.
-Mientras yo estaba oficialmente muerto.
-Así es, y yo en el hospital. Para ese momento, AJ ya había escalado en la estructura del nuevo gobierno. Había conseguido conocimientos muy valiosos y los supo usar.
-¿Y vos no pudiste pararlo?
-Al comienzo pensé que estaba haciendo lo correcto. Creí que con buen criterio, lo que el sabía podía servirnos. Incluso acepté prestarme a uno de los experimentos.
-No seas cínico. Suena demasiado altruista para ser la verdad.
-Pero lo es. Yo creí que íbamos a cambiar el país. Y también que si estaba sano volvería a ser un soldado más para la rebelión. Por eso acepté el procedimiento.
-¿Cual?
-El de regeneración. El programa que dirigían Julius y Abramovic. No sabía las consecuencias.
-¿De qué hablás?
-Soy un híbrido, imbécil. ¿No entendiste nada de lo que estoy hablando?
AB sacó del escritorio un abrecartas y se lo clavó en el antebrazo. No sangró.
-¿Entendés ahora?
-Si.
-Ya no soy un tullido, pero tampoco soy humano. ¿Te acordás del hermano Marcelo, viviendo escondido? No quiero eso para mi. Además empiezo a sentir el deseo de la sangre. ¿Qué va a pasar después? ¿Y si ataco a mi mujer, o a las chicas?
AB me hablaba de corazón, al borde del llanto, pero yo no podía sacar la vista del abrecartas. Definitivamente no era humano, o solamente había quedado una pequeña parte humana que me pedía un favor. No se lo podía negar.
-Está bien. Decime que tengo que hacer.
-Ahora yo trabo la puerta y te saco los precintos. En el cajón del escritorio hay una pistola y las llaves de un Lada. Ni bien me volás la cabeza, salís por la puerta lateral. El pasillo te lleva a un ascensor y de ahí al estacionamiento. El auto es el único rojo que hay en la cochera.
-Me van a seguir.
-Tenés la ventaja del tiempo que les lleve entrar acá y entender lo que pasó.
-El Indio sabe donde encontrarme.
-Después de que te trajo, lo mandé lejos con una excusa cualquiera. Hasta mañana no vuelve. Una cosa más. En la guantera del auto hay algo de dinero. Buscá a tu chica y escapate.
AB se sacó el abrecartas del brazo y lo usó para cortar el precinto que me ataba las manos. Mientras yo buscaba la pistola, AB trababa la puerta. Desde el escritorio lo miré, parecía un guerrero formidable. Sentí ganas de abrazarlo y llorar. Se paró delante mío y me habló por última vez.
-Podés dejar de portarte como un marica y disparar de una puta vez.
Le dí justo entre los ojos y cayó

lunes, 15 de julio de 2013

32 (S02E11)

El regreso a Córdoba fue bueno, a pesar de que me molestaba un poco la espalda en el ómnibus, no tanto por el asiento como por unos moretones que me había dejado Roberta noches atrás. El día siguiente al viaje a La Cumbre coincidió con un feriado extraordinario decretado por el nuevo gobierno, para que "cada pueblo y ciudad de la patria pudiera festejar la victoria". Roberta se despertó temprano, entusiasmada porque le gustaba ir a los desfiles. Su exaltación matinal empezaba a resultarme un poco incómoda, ahora que compartíamos el dormitorio. Se puso un vestido anticuado, estampado con lunares y se adornó con unos collares y aros de cuentas de plástico. Parecía escapada de una película de Lolita Torres. Ni bien salió del baño empezó a reclamarme que me vistiera rápido. Ya tenía preparada una canasta con sandwiches y un termo con café. Estaba hecha una señorita encantadora, aunque un poco artificial.
El desfile iba a pasar por Boulevard Chacabuco, así que tuvimos que caminar bastante. La calle estaba atestada de familias con banderas argentinas. En las esquinas había pancartas con las caras de los "Héroes Rebeldes", así que a Roberta le pareció divertido darme un largo beso delante del cartel con mi cara de mártir. Desde Boulevard Junín venían bajando los mismos tanque viejos de todos los desfiles, adornados con guirnaldas de flores. Los padres subían a sus hijos a los hombros para que los vieran pasar, y las mujeres aplaudían. No pude evitar pensar que, cuando tenía edad para subirme a los hombros de mi padre, había visto un desfile igual, a cargo de los que ahora eran los vencidos.
Mientras Roberta buscaba un mejor lugar para mirar, aproveché para sacarle un sandwich de la canasta. Iba masticando la mitad cuando me pareció reconocer una cara de mujer. Nos miramos un minuto. Ella se acercó. Recién cuando estuvo al frente mío reconocí a la mujer de AB. Tenía una expresión severa y dolida, como salida de una tragedia griega. En silencio me toco la mejilla con su mano para asegurar de que era yo, y sonrió apenas, de costado.
-Me dijeron que ahora te llaman "el cazavampiros"
Tuve el impulso de abrazarla pero me frenó.
-Sabés que nos siguen, a AB, a las chicas y a mí. No podemos confiar en nadie y están pasando cosas terribles. Mi marido va a necesitarte.
-Decile que me busque con el Indio. Estoy en casa de Roberta.
-No le cagués la vida a la chica. Al final nosotras no hacemos otra cosa que levantar los juguetes rotos que dejan ustedes- Dio por terminada la conversación y se metió entre la gente. Volví a tocarme la mejilla. Tenía la sensación de que me había transmitido un dolor profundo. Seguí así, quieto, hasta que me dí cuenta de que había perdido a Roberta. Como pasaba una banda tocando, era inútil tratar de llamarla. Camine de esquina a esquina por la misma cuadra hasta que la vi aparecer, radiante, llevando en la mano como si fuera un trofeo, un copo de azúcar.  Contemplándola, daban ganas de creer que era posible un futuro; aún sabiendo que era una ilusión tan sólida como el algodón de azúcar.

lunes, 8 de julio de 2013

31 (S02E10)

Mientras recorría de nuevo el camino al castillo Mandl, pensaba en la doctora H., shockeada por la tortura, pero lo suficientemente lúcida como para pedir que nos cercioráramos de que Abramovic estaba muerta. Estaba claro que H. había visto en el laboratorio muchas cosas más de las que llegó a contarnos. La recuperación milagrosa de AB, como en su momento la longevidad del líder, no podían deberse más que a los experimentos del doctor Julius y su socia. Existía la posibilidad, también, de que esas investigaciones le hubieran permitido a Abramovic sobrevivir al incendio y al ataque al hotel. Así que esta vez tenía que asegurarme.
Llegué a la puerta con el sol del mediodía quemándome la cabeza. Para ser otoño hacía un calor anormal. Aunque los rastros del incendio eran todavía visibles en la pintura, la estructura se veía sólida como siempre. Los techos habían sido reconstruidos. Se veía que habían trabajado mucho y bien. Instintivamente me toque la cara, como si tuviera todavía la hinchazón de los golpes y la tortura.
Aunque en la explanada no había ningún vehículo, tampoco la situación era para confiarse, así que busqué la entrada trasera. La puerta era nueva, pero como la cerradura era ordinaria me bastaron un par de golpes para entrar.
Recorrí la despensa y la cocina. Estaban despejadas pero con indicios de actividad reciente. Una taza sucia en el lavadero, un paquete de galletas abierto, y sobre la mesa un termo con agua todavía caliente. Seguí hasta el salón principal. Limpio y vacío. Subí la apuesta y busqué el camino al laboratorio, pero antes revisé que la pistola y el revolver estuvieran en su lugar. Recorrí los escalones con cuidado. Otra vez sentía las fosas nasales dilatándose mientras respiraba. La puerta del laboratorio estaba entreabierta y podía escucharse el ruido de alguna máquina. Asomándome un poco pude ver que era una centrífuga. Cuando se detuvo, una mano fue sacando los tubos de ensayo. Después la mano salió de mi campo visual. Me pegué a la puerta y esperé. Sentía como me latían las sienes y se me tensionaban las manos. La subida de la adrenalina me provocaba una molestia en los riñones y calor en las orejas. Entonces la volví a ver, de espaldas, llevando unas muestras a los microscopios. Era Abramovic.
El momento había llegado. Sin mover la puerta entré rápido y silencioso. Tomé un bisturí de una bandeja de instrumentos y en pocos pasos estuve detrás de ella. Algo debió sentir, porque cuando estuve a punto de rebanarle el cuello, se dio vuelta y apenas llegué a herirle un brazo. Se me tiró encima para agarrarme las manos y desarmarme. En el forcejeo trastabillé y caímos juntos al piso. Abramovic daba pelea pero me las arreglé para ponerla de espaldas en piso. Liberé la mano izquierda y le di una trompada a la altura de la oreja para aturdirla. Funcionó. Me dejó libre la mano en la que tenía el bisturí. Tomé impulso y se lo clavé en un ojo. Empezó a gritar como un chancho degollado. Iba a matarla, pero antes me iba asegurar de que sufriera. Me levanté del piso y di unos pasos hacia atrás para poder apuntar bien. Abramovic se puso de pie, y sin parar de gritar, movía las manos como aspas tratando de sacarse el bisturí. Para que se quedara quieta le disparé en una rodilla. Cayó como una marioneta a la que le cortan los hilos. Siguió moviendo los brazos así que le metí un tiro en cada hombro. Ahí se quedó quieta y dejó de gritar. El ojo sano me miró. Se le notaba el terror. Me pareció justo. Para demorar un poco la ejecución me acerqué y le pregunté:
-¿Se acuerda de mí?
Contestó algo en un idioma que podría haber sido rumano, serbio o cualquier otro de Europa oriental. Cuando estuve a menos de un metro se calló, respiró hondo y empezó a murmurar algo que sonaba como un rezo. Con una mano le levanté la cabeza y con la otra le metí la pistola en la boca. Como se resistía tuve que empujar y le arranqué un diente con el golpe del cañon. El ojo sano lloraba por el dolor, pero no me conmovía.
-Esta va por la doctora H-, dije, y gatillé.
La pared del laboratorio quedó con una mancha en forma de flor, el cuerpo de Abramovic en el piso, rodeado de sangre, dientes y pedazos de cerebro.
Si había alguien más en el castillo tendría que haber sentido el ruido y estaría viniendo al laboratorio. Esperé media hora y nadie apareció. Seguramente L. estaba con Sanchez en Tucumán. Afuera todavía brillaba el sol. Me sentía animado así que decidí que la ocasión merecía que volviera a dejar mi firma. Con la sangre de la doctora escribí en la pared "el cazavampiros estuvo aquí", y como todavía me quedaban balas, me dediqué a destrozar el equipamiento del laboratorio. Después salí tranquilo del laboratorio, de buen humor y caminando lento, a buscar la terminal de ómnibus.

lunes, 1 de julio de 2013

30 (S02E09)

El clima ha sido raro la última semana. A la exaltación política se le sumó la humedad, el calor y la neblina. La gente está alterada, no contenta. Como la mayoría de las fuerzas de la rebelión se trasladaron a Tucumán, nos pareció seguro volver a la casa de Roberta. Seguramente estarían ocupados en cosas más importantes que seguirme.
La casa estaba revuelta pero, por la manera torpe en que había sido revisada, no me quedaron dudas de que se habían sido ladrones comunes. En realidad podría haber sido cualquiera, hasta los vecinos. La mayoría de lo que robaron eran conservas de la alacena. Conservas que yo  había conseguido de la misma manera, así que no había mucho margen para lamentarse.
Roberta volvió a la cinemateca, donde nadie parecía haber notado su ausencia, porque en realidad ninguno de los empleados demostraba interés en trabajar. Aproveché el tiempo solo en la casa para realizar pequeños arreglos y pensar. La relación con Roberta me resultaba pesada. No porque ella manifestara alguna demanda sino por la posición que ella había tomado, y por consiguiente, el lugar que ocupaba yo en ese cosmos. De un momento para otro me encontraba jugando a la casita. A pesar de ser un ladrón, un asesino y un fugitivo, para ella era el muñeco que venía a completar sus fantasías.
Con el pasar de los días todo se volvía previsible. Hasta el sexo. El jugueteo, las uñas en la espalda, las mordeduras, todo me parecía una secuencia repetida.
Incluso los cadáveres que aparecían en el parque eran iguales entre sí, como utilería de una película vieja. Después del día del triunfo hubo festejos en las calles y los vampiros aprovecharon la falta de cautela de la gente para saciarse el hambre atrasada. El diario publicó la noticia de cinco muertes "extrañas" con causas todavía no establecidas. Seguramente escondían muchas más. Las autoridades hablaron de los "desocupados" del régimen vencido.
Como el aburrimiento se estaba convirtiendo en una amenaza más peligrosa que los vampiros decidí que lo mejor que podía hacer era cambiar de ambiente. Si Sanchez era ahora parte visible del gobierno, L. tendría que estar activa y cerca. Una nueva expedición al castillo Mandl podía darme pistas. Empecé por revisar el armamento y la ropa para llevar. Estaba evaluando la manera de transportarme cuando Roberta me interrumpió con una sorpresa mayúscula y desagradable: empezó a pedirme explicaciones sobre mi destino y planes. Ya me había pasado años atrás con mi exmujer. Pasado el primer momento del idilio se convirtió en una tormenta de cuestionamientos. Pero en aquella ocasión el proceso llevó casi un año, no las semanas que se tomó Roberta. Ahí estaba yo, ladrón y asesino, otra vez buscando excusas para zafar de una mujer. Pero esta vez hice algo radicalmente distinto, dije la verdad. Le relaté toda la historia del Congreso de los vampiros, de la Alianza, los túneles, las persecuciones, el laboratorio, las torturas y los asesinatos. La historia debía sonar los suficientemente inverosímil como para que Roberta se hartara y me echara de su casa, pero hizo algo desconcertante. Me escuchó atentamente. Cuando terminé se puso de pie, me abrazó y me besó. Después, sin decir nada, buscó en su armario un bolso y empezó a acomodarme el equipaje que según su criterio era indispensable para mi expedición.Definitivamente mi carrera como héroe se tornaba cada vez más absurda. ¿O alguien pensó alguna vez en la posibilidad de ver a la mujer del doctor Van Helsing preparándole el maletín y afilándole las estacas, antes de partir hacia Cairfax?