Páginas

lunes, 26 de noviembre de 2012

Veintiuno.


Llegué a La Cumbre robando una moto. El pobre infeliz al que se la saqué estaba besando a la novia en la vereda de la Capilla del Sagrado Corazón, sobre la avenida Edén. El tipo estaba tan entusiasmado en meterle mano a la chica que tardó en reaccionar. Sino, no se explica que me fuera tan fácil escapar en una Puma Segunda Serie.
A la altura de Villa Giardino la moto se quedó sin nafta y tuve que detenerme a cargar. Definitivamente era el escape más lento que pueda relatarse. Además, la mayor parte del trayecto era en subida. Dudaba entre ir al Golf Club o directamente al Castillo Mandl. Opté por el Castillo. Ahí no iba a encontrarme con Sanchez y su brigada de limpieza.
Ver de nuevo el castillo fue una terrible decepción: no habíamos hecho un gran daño. Se notaban algunos rastros del incendio, pero también se veía la rapidez y la eficiencia con la que habían iniciado las reparaciones.
Cada vez se me hacía más difícil entender la posición de L. Había trabajado para el gobierno, sostenido el laboratorio de regeneración celular, pero también había hecho matar a la doctora Kupferschimdt y permitió que ejecutáramos al líder.
Por otra parte tampoco tenía en claro cual era mi posición. Ahora era un guerrillero del la patrulla que había terminado con el jefe del gobierno, el máximo exponente del “amor revolucionario”, y a la “heroína de la cultura”, la comandante Martinez Suarez. Y sin embargo tres meses atrás era un empleado gris de una oficina pública, que se juntaba a comentar chismes políticos en una mesa del comedor del Mercado Sur.
Me di cuenta de que lloraba. JF. Nora, H., y los enanos estaban muertos. Posiblemente, en ese momento ya no quedaría ni siquiera un resto de ellos para enterrar; para poder marcar con una piedra en la tierra que alguna vez existieron. Volví a sentir la urgencia de vengarme. Escondí la moto y entré al Castillo. Encontré un recoveco en un pasillo lateral y esperé.
Se hizo de noche y L. no llegaba. El cansancio y el dolor volvían a instalarse en el cuerpo. Debían haber pasado las diez cuando escuché el ruido de un auto, pasos, y la puerta abriéndose. Traté de acomodarme buscando un buen lugar para disparar cuando me interrumpió la voz de L.:
-No acostumbro a jugar con la comida, así que por favor, déjese de pavadas y salga.
Miré la pistola. Revisé el cargador. Solamente cuatro balas. Y el primer intento iba a ser un disparo de ciego. Estaba jugado. Conté tres, corrí hacia delante y disparé.
Nada.
-Bueno, ahora tengo una lámpara menos.
Atrás. Estaba atrás. Giré y disparé. Nada.
-Oiga hombrecito, ¿no se dio cuenta de que le saco ventaja en olfato y velocidad?
Arriba. Disparé a las lámparas. Nada. Una risa atrás mío y la sensación   de una mano fría retorciéndome el brazo.
-Bueno, ya está bien. Deje ese juguete que por hoy hizo suficiente daño.
L. me quitó la pistola. Estaba entregado pero decidido a morir con dignidad. Rígido, como un samurai esperando la decapitación, me quedé parado en el centro de la sala.
-¿No se cansa? ¿Por qué no se sienta? A la izquierda tiene un mueble con esas porquerías que toman los humanos. Sírvase algo.
-¿No va a matarme?
-Soy muy selectiva con la comida. Además el B positivo siempre me pareció un trago de vampiros ordinarios. Y como ya habrá notado, yo soy absolutamente extraordinaria.
Intenté correr hacia ella para golpearla pero saltó, o me rodeó, o… no se. Volví a tenerla a mis espaldas susurrándome en la nuca:
-Podemos seguir toda la noche así, pero no creo que su corazón aguante mucho más. Sírvase y siéntese.
Tenía razón. Ella era más fuerte y yo estaba solo. Ya no me pareció absurdo esperar la muerte disfrutando algún trago. Busque el barcito que me había señalado. Los vasos estaban sucios de polvo. Era obvio que la dueña de casa no bebía alcohol, ni agua. Encontré una botella de Ye Monks, el whisky preferido de mi tía Annie. Un último recuerdo de los lujos burgueses perdidos. Me serví una medida, busqué el sillón y me senté. L. prendió una luz y se acomodó al frente mío.
-No necesito la luz, pero me imagino que usted va a estar más cómodo.
-¿Para qué?
-¡Para conversar! Tenemos muchísimos temas para ponernos de acuerdo.
-¿Qué?
-¡Por favor! ¿Su jefe no tenía alguien más estúpido para mandar?
-¿Qué jefe?
-El que lo llevó hasta Gath y Chavez, lo escondió en la iglesia de los Hermanos Libres, y le hizo recorrer las sierras para matar al líder.
-Nadie me mandó. Vine solo para matarla.
-Bueno, ahora resulta que usted no es un mensajero sino apenas un botarate. Su especie nunca termina de asombrarme.
-Pero, ¿qué esperaba?
-Lo habitual. Lo que pasa siempre desde que el mundo es mundo: un guerra o guerrilla, una revolución, un golpe de estado; y el humano que se hace del poder viene a buscar nuestra ayuda. Ya lo vi tantas veces…
-¿Cómo?
-¿Usted es verdaderamente ingenuo o es imbécil? Por si no se dio cuenta, la única razón por la que su especie sobrevive es porque es necesaria. ¿Ustedes dejarían que se extingan las vacas?
-No.
-Bueno, nosotros tampoco podemos permitir que ustedes se maten. Pero por otra parte, cuando hemos intentado tenerlos en cautiverio pierden sabor. Así que los dejamos hacer. Cada tanto sus sistemas necesitan unos ajustes y los dejamos que hagan sus revoluciones. Durante un tiempo creen que tienen un orden nuevo, pero enseguida se dan cuenta de que nos necesitan para dominar a sus pares. Y convengamos que a ustedes le gusta el poder más de lo que nosotros nos gusta la sangre.
-¡No somos así!
-Tranquilícese que me salpica el whisky en el piso. Hágame un favor, váyase a Córdoba que lo deben estar esperando. Seguro que su amigo está en la “casa segura”. Dígale que  cuando me necesiten me ubican acá.
L. se levantó del sillón. Acomodó unos papeles que había sobre la mesa y se fue por el pasillo. Yo estaba confundido, estupefacto. Recordé una frase del hermano Marcelo: “me costaría mucho creer que alguien robó estos papeles por accidente”. Había tenido razón. Todo el tiempo estuvimos jugando su juego. Ella nos llevó a Gath y Chavez, nos dio las pistas y nos hizo creer que estábamos haciendo la revolución. Al fin y al cabo, no dejábamos de ser ganado. Lo último que escuché antes de quedarme solo en el salón fueron estas palabras:
-Si quiere puede llevarse el auto. Las llaves están puestas. Y por favor cierre bien la puerta al salir. No tengo ganas de distraerme matando ladrones.




 Fin de la primera parte

lunes, 19 de noviembre de 2012

Veinte


El humo no terminaba de disiparse cuando volví a escuchar disparos. Por el ruido eran armas pequeñas. Seguramente pistolas calibre veintidós. No tiraban al azar. Lo hacían de una manera sistemática, rítmica. Entre las explosiones se oía también una voz masculina dando indicaciones. No hablaba con una tono militar, sonaba más bien como un administrador, o el supervisor de una línea de montaje. Cuando pude ver con más claridad me encontré con un equipo de cinco personas dirigido por un hombre flaco y alto, vestido con un traje sencillo. Nada de su aspecto llamaba la atención, salvo dos pistolas, una empuñada, la otra en la cintura; y el hecho de que tenía puestos guantes de goma. Los asistentes parecían empleados de desinfección. Además de armas cortas llevaban en la espalda unas mochilas con mangueras y boquillas rociadoras.
Aunque todavía me sentía atontado por el golpe, sabía que debía escapar. A no más de dos metros delante mío estaba L. Pensé que al no verme podía levantarme y correr pero no contaba con la agudeza de su oído. Cuando quise levantarme, se dio vuelta, volvió a levantarme con una mano y me pegó en el estómago con la otra.
-No se le va a ocurrir irse ahora, cuando todavía no vio lo mejor- dijo, y me dejó caer en el piso.
El golpe me dejó sin aire. Ni siquiera cuando me torturaban en la cárcel me habían maltratado así. L. giró volvió hacia donde estaba y me dejó para ir a saludar al equipo.
-¡Sanchez! Siempre puntual cuando hace falta.
Sanchez apenas si contestó con un gesto mínimo. Seguía evaluando la escena. Caminaba entre los cuerpos, si encontraba alguien vivo disparaba en la nuca. El equipo lo seguía con respeto y reverencia. Traté de ver donde estaban mis compañeros. No los encontraba. No veía a AJ, tampoco a AB. Trataba de hacer foco cuando escuché la voz de uno de los asistentes.
-Mire Sanchez, un enano.
-¿Vivo?
-Si.
-Entonces proceda, ¿o acaso cree que lo vamos a vender a un circo?
El asistente le disparó en la cabeza. Era Pablo. El cuerpo cayó al lado del de Esteban y el de H. Había muerto con sus enanos. No había caja de cristal ni príncipe que la rescatara.
Una voz de mujer gritaba. era esa voz: la comandante. Pedía ayuda. Sanchez se acercó a ella con tranquilidad. Cuando la tuvo cerca le metió un balazo entre los ojos. Entre los cuerpos que revisaban los asistentes alcancé a reconocer a Nora y a JF. Definitivamente, si no escapaba ahora iba a terminar con una bala en la cabeza, pero no me reponía del golpe. Mientras tanto el equipo de Sanchez conversaba como si estuviera en una oficina.
-¿Este viejo es el líder?
-Parece. ¿Hay que rematarlo?
-No. Ya está bien liquidado.
Muerto. El líder muerto. Entonces triunfamos. ¿Triunfamos? ¿Quiénes? ¿Sobre quién?
-Señorita L.
-¿Si Sanchez?
-¿De qué material es el piso?
-Diría que es mármol.
-Mejor. Muchachos, los muebles al costado y los cuerpos al medio.
Los asistentes armaron con rapidez una pila con los cadáveres. Mientras movía el cuerpo del líder, Sanchez volvió a preguntarle a L.
-¿Sigue teniendo casa en La Cumbre?
-Si. A pesar de que éste idiota que está atrás incendió una buena parte, estoy parando ahí.
-Bueno, ¿cuando terminamos me acerca al golf? Quiero hacer unos tiros antes de volver.
-Seguro. Ahí lo llevo.
Sanchez dio unos pasos hacia atrás para apreciar su trabajo.
-Muchachos, no olvidarse de antiparras y guantes.
El equipo se preparó y empezó a rociar los cuerpos. El olor a carne quemada se mezcló con el del gas y la pólvora.
L. interrumpió.
-¿Seguro que esto no va a arruinar el piso, Sanchez?
-Señora, somos profesionales.
Como L. se había acercado al centro del salón tenía una pequeña oportunidad de escapar. Salí corriendo del hotel, atravesé el teatrino y el parque. Del otro lado del cerco no encontré el Polsky Fiat. AJ había escapado. Con un poco de suerte AB estaba con él. Pero, ¿cómo los encontraría?, ¿donde?. No tenía ningún lugar adonde ir. ¿O sí? Al castillo Mandl, a esperar a L. y liquidarla. Porque sí, solamente para tener la satisfacción de verla disolverse en espuma babosa.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Diecinueve




-¡De todos los lugares obvios el más obvio!
-¿Y qué? La vida no es una película, deberías saberlo.
-Es que no tiene sentido.
-¿Qué?
-Que el hermano Marcelo esté muerto por ayudarnos a descifrar un papel invitando a un congreso de vampiros en el Hotel Edén. Si yo fuera uno de ellos supondría que este es el primer lugar de Córdoba en el que me buscarían.
-Pero no sos vampiro, y el vulgo no mira las películas que guardás en la cinemateca. Callate y agachate que nos pueden ver.
Las conversaciones con AJ se ponían cada vez más incómodas, a lo que había que sumarle el hecho de llevar dos horas escondidos entre los arbustos de cerco del hotel. Esperábamos divididos en pequeñas brigadas que JF nos diera la orden de atacar. Nora, que había sido gimnasta, estaba ubicada en el techo, JF y AB iban a entrar por el frente, H. y los enanos debían atacar por la entrada de personal de servicio, mientras AJ y yo ibamos a llegar cruzando el parque y el teatrito. Cuando era chico, mi abuela me contaba que en el Hotel Edén aparecía el fantasma de la hija de uno de los dueños. Para mi abuela los espectros eran un asunto muy serio. Si hubiera sabido que iba a estar en el parque del hotel cazando vampiros me hubiera cruzado la cara de una cachetada por delirante.
Seguimos apostados en el cerco media hora más hasta que sonó la señal del intercomunicador. AJ era el encargado de decodificar porque no entiendo el morse.
-A moverse. En diez minutos Nora va a entrar por la claraboya del techo.
-Pero…
-Dejá de dudar. El momento es ahora.
Empecé a sentir un dolor a la altura de los riñones y rigidez en la nuca. Los síntomas de la subida de adrenalina. Cruzamos el parque sin problemas. El teatrito estaba vacío de personas pero lleno de autos. Por las marcas y modelos se podía suponer que además de vampiros, el hotel estaba lleno de jerarcas del partido. No encontramos obstáculos para entrar, el camino estaba despejado. Una vez adentro nos cruzamos con H. y los enanos en uno de los pasillos laterales. Parecían escapados de una escena de “Blancanieves y los siete enanos”. Les faltaba cantar. Por como agarraba el fusil se notaba que H. no era conciente de la gravedad de la situación. Los enanos, como siempre, discutían.
Llegamos a uno de los corredores que llevaban al hall central. AJ mandó el mensaje de que estábamos en posición. Mientras decodificaba la respuesta de JF sentí una voz conocida desde el salón. Inconfundible. La comandante Martinez Suarez, Mirtha Legrand, Chiquita. Podía usar las mismas inflexiones para ser “La vendedora de fantasías” o la maestra violada por “La patota”. Me acerqué para escuchar qué decía.
-…y a pesar del ataque artero a nuestras instalaciones, los avances que hemos logrado en regeneración celular son más que auspiciosos para asegurar la permanencia de nuestro líder. Y la presencia entre nosotros de la doctora Abramovic es la prueba más fehaciente”.
Aplausos. Abramovic estaba viva. H. había tenido razón. Tendríamos que haber vuelto a rematarla.
¿Faltaría mucho para la señal de ataque? ¿Con qué íbamos a encontrarnos? No tenía respuestas ni podía pensarlas. La voz chillona de la comandante se metía en mi cabeza como un taladro.
-“…y este nuevo logro de la revolución popular nos llena de alegría, pero no tanta como la que nos da la presencia del líder aquí entre nosotros.”
¡El líder, ahí! ¿Cómo llegamos a este punto? No pensé más. Sentí el chillido del intercomunicador y el grito de AJ:
-¡Ahora!
Entramos corriendo en el momento justo en que Nora rompía los vidrios de la claraboya y caía desde el techo sostenida por un arnés. Todavía colgando empezó a disparar, pistola en una mano, ametralladora en la otra.

-¡Al escenario, disparen al escenario! La voz de JF se escuchó claramente entre los disparos. Alcancé a verlo antes que AB lo sobrepasara, y poniendo una rodilla en el suelo buscara la mejor posición para tirar. Abrió fuego con los escritorios donde estaban Abramovic, el líder y la comandante. Nora seguía suspendida del techo disparando cuando, desde el piso, algunos miembros del Congreso reaccionaron y comenzaron a contraatacar. Trató de bascular mientras tiraba ráfagas cortas de metralla. H. y los enanos tiraban a lo que se les cruzara, sin ninguna estrategtia. Por las baldosas del hall  corría sangre mezclada con la espuma babosa que dejaban los vampiros al morir.
 Mientras me parapetaba para tirar con la pistola, sentí el estallido de las bombas de gas lacrimógeno. Entraban por las ventanas rompiendo los vidrios. Nora se desenganchó del arnés mientras esquivaba las balas y trataba de no perder la pistola y la ametralladora. JF había cambiado de armas: con un cuchillo de caza degollaba a quien se le cruzara. AB tiraba escopetazos ciegos hacia delante.
Traté de tomar distancia y respirar aire fresco cuando sentí una mano que me agarraba por la nuca y me levantaba en el aire. La voz que escuché me aterrorizó aún más. Tranquila y pausada la señorita L. me dijo:
-¿Haría el favor de apartarse? Tengo trabajo por hacer.
Después me arrojó contra la pared. Estuve atontado. No supe cuanto tiempo pasó. Solo se que dejé de escuchar disparos. En el medio del olor a gas, a polvora y a sangre se estableció un silencio apenas interrumpido por gritos de agonía; y, nuevamente, la voz de L.:
-¡Que desastre! Por suerte ya llega Sánchez para limpiar.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Dieciocho


De todos los automóviles del orbe socialista que circulan por el país, el único que no había probado era el Polsky Fiat. Gracias a la habilidad de Nora para falsificar papeles, equiparable a la de tirar a larga distancia y armar ramos de flores, tuve mi primer viaje en un 126p. Sin duda andaba mejor que el Dacia y era más cómodo que el Trabant utilitario que teníamos en la cinemateca. Y eso que íbamos cuatro (AJ y yo adelante y los “enanos malditos” atrás),  manejando a una muerte casi segura en el intento de infiltrarnos en el Congreso.
Cuando estuvimos a la altura de la morgue del Hospital Córdoba, por la calle Ibarbalz, AJ empezó a darme más información:
-Entiendo que estés alterado por el encierro, pero cuando tengas toda la información vas a coincidir conmigo que fue lo mejor. Teníamos agentes infiltrados en la Alianza.
-Ya lo sabíamos. Pablo era uno...
-Si. Nos dimos cuenta cuando te interrogó la psicóloga.
-Pobre mujer.
-No te compadezcas, ella había elegido un bando.
AJ tenía momentos desconcertantes, aunque su estructura moral se me presentaba como coherente y sólida, había momentos en que no entendía su lógica. A lo mejor tenía razón Roberta y el problema era mío, que no tenía ninguna escala de valores que justificara mi conducta.
Aj siguió explicando: -Pablo no es peligroso porque lo tenemos identificado. Es más está de pasante en la cinemateca esperando que aparezcas.
-Me parece demasiado burdo.
-Eso porque vos esperás inteligencia de los servicios de inteligencia.
Nos reímos de la ocurrencia pero enseguida AJ retomó el tono circunspecto.
-Hay otros traidores. Sospechamos de alguno de los escritores que estuvieron con vos en la casa Museo de Alta Gracia. Ese debió entregar al hermano Marcelo.
-¿Qué le hicieron?
-Lo habitual. No preguntes. De todas maneras el sacrificio de Marcelo no fue en vano, nos permitió avanzar en muchas cosas.
Me quedé pensando en las palabras que acababa de escuchar. Parecían sacadas de alguna reseña escolar de los “Héroes de la revolución”. Definitivamente todas las causas justas o injustas, terminan apelando al mismo lenguaje épico.
-De todas maneras -siguió AJ- hoy es el día: vamos a dar el primer golpe.
-¿Y si nos están esperando? Vos mismo dijiste que podía ser una trampa.
-Un hombre debe hacer lo que debe hacer.
Tendría que haberle dicho que estaba diciendo una frase de Fred MacMurray, que estaba empezando a parecer un personaje; pero no lo hice. A lo mejor estoy genéticamente impedido para ser un héroe. Nunca fuí el “hombre nuevo” ni el disidente rabioso. Y sin embargo ahí estaba, en un Polsky 126p, manejando al lado de un hombre dispuesto a matar o morir, mientras en el asiento de atrás, otros dos discutían sobre la cuadratura del círculo o la función del orgasmo.