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lunes, 29 de octubre de 2012

Diecisiete

   La mañana del ataque al Congreso había vuelto a soñar con Roberta. Me desperté desconcertado. Ni siquiera podría afirmar que estaba excitado. Nunca fui un tipo demasiado interesado en el sexo. Cuando tenía alguna relación duradera generalmente ella terminaba yéndose quejándose de mí carácter. 
   Y sin embargo, a pesar del poco interés hacia las relaciones, había vuelto a soñar con Roberta. No con Nora, ni con la doctora H. En el sueño Roberta se descubría el cuello y los hombros y yo pasaba la punta de la nariz y los labios por el espacio entre los omóplatos.
   Si en el sueño tenía la intención de ir más allá no lo sabré nunca porque los "enanos malditos" me despertaron con sus gritos. Me pareció entender que discutía sobre la moralidad de Molotov. Esteban lo condenaba por haber firmado el Pacto de No Agresión con Alemania y Pablo lo reivindicaba por haber creado el cóctel explosivo que, según él, le había permitido a tantos pueblos sacudirse de encima la dominación imperialista.
   Ya había pasado dos semanas en la compañía de los dos pero todavía no llegaba a entender si realmente eran así o era una estrategia, una simulación para esconder que me vigilaban. Todo indicaba que eran genuinamente así: podían debatir durante horas si Kautzky era o no un traidor al socialismo, o sobre cual era la exacta cantidad de centímetros del picahielos que habían entrado en la cabeza de Trotzky, cuando fue atacado por Mercader.
    Lagañoso y con la boca pastosa me senté en la cama y busqué ropa para vestirme. Extrañaba mi departamento, mis pocos libros. Hasta el paisaje de ropa colgada que veía desde el contrafrente.
   La voz de AJ me sacó del "spleen" matinal.
   -Buen día. Veo que tu cara está mejor.
   Instintivamente me toque la mejilla antes de contestarle. En tanto tiempo de aislamiento me había olvidado de mi aspecto.
    -Buen día, ¿a qué debo el honor?
  -No pierdas tiempo con ironías. Tenías que estar escondido. Tu departamento tiene custodia permanente, y la semana pasada mataron a Marcelo. Te echan la culpa a vos, lo que te hizo subir muchos puestos en la lista de los enemigos del pueblo.
    AJ me mostró un diario. Había fotos del incendio del castillo, del hermano Marcelo y de los doctores Julius y Abramovic. A estos dos últimos, los epígrafes los describían como héroes científicos de la revolución. Más abajo, una foto vieja de mi prontuario policial acompañada de una descripción de mi crueldad y peligrosidad. Me quedé pensando en cómo sería una película sobre mi vida, ¿me parecería a Richard Widmark, que tiraba a la tía inválida por la escalera, a George Raft, revoleando una moneda antes de asesinar, o tendría la cara de James Cagney, descargando golpes en la cara a las mujeres?

lunes, 22 de octubre de 2012

Dieciseis

   El encierro no es bueno. Cualquiera que haya estado preso lo sabe. Después de una semana en la casa segura de barrio Pueyrredón desconfiaba de todos. Además, por decisiones estratégica de la Alianza, yo era el único que no tenía autorización para salir. Me decían que no era prudente, que seguramente mi ultimo paso por la Cinemateca habría provocado alguna investigación administrativa. Mientras tanto, Nora iba y venía con armas "incautadas" a la Fuerza Aérea y AB pasaba un par de horas por día para conversar. Evitaba cuidadosamente darme pistas sobre donde estaban JF y AJ. 
   La doctora H., en cambio, estuvo tres días en la casa hasta que la trasladaron. El primero, callada como durante el viaje, y los dos siguientes habló sin parar sobre experimentos aberrantes y sesiones de tortura. Nunca llegué a entender los detalles técnicos pero me pareció que lo que hacía en el laboratorio era buscar como hacer compatibles las células madre de humanos y vampiros. Cuando la doctora se fué, la única compañía que quedó fue una pila de revistas Mecánica Popular de antes de la revolución y dos custodios a los que el resto llamaba "los enanos malditos".
   Pablo y Esteban, así se llamaban, compensaban la baja estatura con la velocidad para el retruque y el sarcasmo. El primero era hijo de un revolucionario disidente, caído en las primeras purgas. El segundo venía de la vieja burguesía conservadora, un "lomo gris". Podían pasar horas discutiendo. Cualquier tema era bueno, desde el argumento de Descartes hasta si se podía coger y pensar al mismo tiempo. 
   Aprovechando uno de esos momentos de gimnasia dialéctica intenté salir de la casa, pero la puerta estaba con llave.
   -¿Adonde cree qué va? -preguntó Esteban- Todavía no es el momento. No sea ansioso, su destino va a llegar. Temprano o tarde va a llegar.
   -¿Qué destino? -dijo Pablo- El hombre es el que forja el destino con su hacer. ¿Acaso va a proponer que este señor tiene un "telos", un fin último más allá del nudo de determinaciones socioeconómicas que le dio origen?
   -Claro, acá llegó el hijo del jesuita y la marxista a meter latinazgos. Y no me subestime traduciendo que todos en mi familia fueron alumnos del glorioso Monserrat, y leímos cuanta epopeya antigua se le ocurra, tanto griegas como latinas.
   -Que me viene a echar en cara  su sapiencia. Todos sabemos que no leyó nada más allá de la Eneida en la versión de la colección Billiken, ni pasó del prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política.
   La discusión empezó a subir de tono. Cansado, harto, aburrido, decidí dejar el plan de escape para otro momento. Pasé el resto de la semana leyendo artículos como "Haga usted mismo el tune-up de su automóvil" o "Cómo desincrustar las tuberías de su lavadora industrial".

lunes, 15 de octubre de 2012

Quince





   Correr, apuntar, disparar, correr, matar. No hace falta abundar en descripciones. El fuego había tomado la mitad del castillo cuando dejamos de escuchar los gritos de Abramovic. Mientras AJ acomodaba los papeles que habíamos sacado, AB trataba de sacar a la doctora H. del estado de shock. Yo, con algunas dificultades, arrancaba el Dacia. Me llevó unos cinco minutos. Los rumanos nunca fueron muy buenos fabricando autos.
   Después de manejar dos kilómetros, escuchamos por primera vez la voz de la doctora H.:
   -Se lo tiene bien merecido la yegua. -y volvió a callar.
   Ninguno se animó a hacerle preguntas. Las marcas que tenía en los brazos y en el cuello eran suficiente información sobre el trato que había recibido. Recién a la altura de Huerta Grande volvió a hablar:
   -No vi el cadaver. Tengo que estar segura. Volvamos.
   -Ni se le ocurra, -dijo AB- No podemos derrochar nafta ni tiempo. Además, ¿se le ocurre que algún ser humano podría haber salido vivo de ese incendio? Si no la mato el frasco de ácido que usted le tiró antes.
   -Un humano no.
   Tuve la mala idea de interrumpirla
   -¿Usted sugiere que Abramovic...?
   -Yo no sugiero. Soy científica. Hablo de cosas observables. Además, ninguno de ustedes sabe las cosas que se hacían en ese laboratorio.
   AJ me hizo señas de que mantenga la boca cerrada. Durante dos horas lo único que escuchamos fue el ruido del motor del auto y el murmullo de la voz de AJ leyendo en arameo.
   A la altura de Villa Carlos Paz paramos en el Puente  Negro. Nora nos estaba esperando con el Unimog. Nos comunicó las órdenes que traía: AB tenía que llevar el Dacia a Córdoba, y el resto debía subir al camión con ella. En la caja del Unimog AJ empezó a comentar el contenido de los documentos:
  -Todo esto es demasiado ambiguo. No podría decir si L. está con el Congreso o está en contra. Tenemos la fecha y el punto de encuentro, pero todo lo que se consigue demasiado fácil es sospechoso.
   -¿Demasiado fácil? ¿Esto te parece el costo de algo "demasiado fácil"? -le dije a AJ mientras le señalaba la cadena de moretones que me cruzaba la cara.
   -Estás vivo y entero. Y además podés hablar. Si no tenés nada importante que decir cerrá la boca.
   Nunca lo había escuchado contestar así. En realidad sabía poco de él. Después de todo fue su invitación a Gath y Chavez la que me había metido en todo este asunto. Si no hubiera aceptado, todavía estaría en la Cinemateca admirando los pechos de Roberta, pero aguantando su maltrato revolucionario. La voz de la doctora H. me sacó del ensimismamiento:
   -Se lo merecía la yegua, si es que está muerta.

jueves, 4 de octubre de 2012

Catorce.

   El cuerpo de Roberta se sentía firme. Olía bien cuando jugaba con el lóbulo de la orejas, mientras le pasaba el mentón con la barba crecida por el cuello. Ella, a veces dejaba escapar una risa ahogada. 
   Una cachetada en la cara me hizo volver al castillo. El doctor Julius me había atado a una silla. Deduje que llevaba un par de horas inconsciente por el brillo anaranjado del sol a través de la ventana. Me dolían las muñecas y los tobillos. Además me zumbaban los oídos. El doctor Julius conservaba una gran habilidad para golpear, sobre todo considerando que debía tener más de sesenta años. Le gustaba poner su cara cerca de la de su víctima antes de golpear.
   Cuando se dio cuenta de que estaba despertando, buscó un vaso y lo llenó con agua. Mientras caminaba hacia mi, me habló con tono paternal:
  -Me imagino que el señor tendrá sed.... -y me tiró el agua en la cara. Inmediatamente me tomo la cabeza por la nuca y me gritó:
   -¿Por qué traes odio? ¿No entendés que somos el amor, el hombre nuevo? ¿Por qué se niegan a aceptar el humanismo del Líder?
   El hombre tenía mal aliento, pero la trompada con la que me cruzó la cara me hizo olvidar ese detalle. Dio un paso atrás y aproveché para controlar con la punta de la lengua que todavía tenía todos los dientes en su lugar. Los oídos me zumbaban aún más y empecé a sentir en el labio el calor de la sangre que me salía de la nariz. No sentía el dolor (todavía) pero tenía la cara caliente y por la dificultad que tenía para hacer gestos, suponía que debía estar hinchada. Mientras tanto, el doctor seguía gritando como un enajenado:
   -El Líder trajo de la sierra el amor del hombre nuevo. El amor imperecedero de la alegría revolucionaria, la felicidad de saber que moriremos con una sonrisa en los labios, en el campo de batalla; porque aún muertos venceremos a la muerte. Porque de nuestra sangre brotará la flor de la revolución en la alborada del hombre nuevo.
   El viejo pasaba del tono de discurso de barricada al grito, y marcaba el ritmo con pies contra el piso. Mientras decía las últimas palabras, había agarrado una barra de metal y la golpeaba contra los muebles. De golpe se quedó rígido, levantó la barra por arriba de la cabeza y me miró fijo.
   -¿Entendés que estamos haciendo un mundo nuevo?
   No esperó a que le contestara. Dio un paso atrás para tomar impulso y empezó a correr hacia mí para partirme la cabeza. A menos de un metro lo frenó el ruido del portazo. AB había entrado a las patadas y los gritos.
   -¡Acá te traigo amor, loco de mierda...! -y le metió un tiro en la frente. El viejo cayó al piso como un muñeco y la cabeza me golpeó los pies.
   AB parecía de un humor excelente. Mientras me desataba las muñecas aprovechaba para reconvenirme.
  -Pero mirá si serás pelotudo. Dejarse agarrar por este viejo. Llevamos tres horas buscándote. AJ ya tiene el laboratorio ubicado. Sacamos de circulación a Abramovic y liquidamos el asunto.
   -Pero falta encontrar a L. y los documentos del Congreso, -contesté.
   -Cierto, pero de a una cosa por vez. Y tené cuidado cuando te levantes de la silla porque la masa encefálica es resbalosa.
   Miré el piso. Tenía los pies metidos en un charco donde se mezclaba la sangre con una masa grasosa. Me paré tratando de no patinar. Me dolían las rodillas. Fui caminando lentamente hasta alcanzar a AB.
   -Mierda que le vas a gustar a las mujeres con la cara que traés. -me dijo.
   Miré mi reflejo en el vidrio de la ventana, tenía una mitad de la cara amoratada desde la oreja hasta la mandíbula. Definitivamente no era ningún galán. Sin embargo, en ese momento lo que me daba vueltas en la cabeza era el desconcierto de haber soñado con Roberta.
   

lunes, 1 de octubre de 2012

Trece.

   El hermano Marcelo había sido previsor y me había dejado preparada la ropa y la traducción de los papeles. Salí de la estancia lo más rápido que pude. Nadie me había seguido, y no había ruido de sirenas o alarmas, pero si permanecía en Alta Gracia ponía en peligro al religioso. 
   Tenía por delante el camino a La Cumbre, que no iba a ser fácil. Desde que el turismo había sido declarado "deformación burguesa contrarrevolucionaria", los caminos de las sierras habían dejado de recibir mantenimiento.
   Cerca de la media mañana había llegado. Según las instrucciones que me habían dejado en el auto, el grupo de apoyo iba a encontrarme en la estación del ferrocarril. El tren de las sierras estaba ruinoso pero mantenía el servicio diario entre Córdoba y Cruz del Eje. A las once y media llegó una formación destartalada. Del último vagón se bajaron AJ y AB. Traían poco equipaje, pero por el esfuerzo que hacían al cargar los bultos, era evidente que traían armas. Me saludaron de forma cortés pero poco efusiva, cuidando las formas. Uno nunca sabe si lo vigilan. Recién en el auto AB se relajó y me dio una palmada en la espalda.
   -¡Jo! No te cansás de hacer cagadas vos. ¿En qué quilombo nos vas a meter ahora?
   Les expliqué las indicaciones que tenía. Durante el resto de la mañana estuvimos diseñando el modo de entrar al castillo. AB demostraba conocimientos de estrategia que nunca hubiera sospechado. Además manejaba información sobre el laboratorio que teníamos que atacar.
   -Por lo que pudimos averiguar, el jefe científico es un tal Doctor Julius. Un maniático desequilibrado y muy peligroso. Sobre todo porque es un militante convencido de la "alegría de la revolución" y del "amor del líder". Si se tratara de un burócrata, como la mayoría, sería previsible, pero con estos tipos nunca se sabe. Su asistente es la Doctora Abramovic. Esta no es loca del todo, pero se divierte torturando mujeres.
   -¿De donde viene esta mujer? -pregunté.
   -Dicen que es húngara. -contestó AJ.
   -Húngara más torturadora de mujeres, igual Erzebet Bathory -agregó AB.
   AJ se dio cuenta de que no sabía de quien hablaban y explicó:
   -La Condesa Sangrienta. Supuestamente la emparedaron en el siglo XVI por vampirismo y tratos con el demonio. Agregale que la familia Bathory era de origen transilvano.
   -¿Ustedes sugieren que la Doctora en realidad es...'
   -Nosotros no sugerimos, -interrumpió AB- consideramos todas las  hipótesis. Ahora a prestar atención que esto no es joda. Tenemos que entrar al castillo y no tenemos plano, ni intercomunicadores, apenas estos "nenes". -mientras hablaba sacó del bolso uno AK 47S de la época de la ayuda sovíetica. -No ponga esa cara de desconfianza que estos fusiles pueden disparar aunque hayan estado veinte años metidos en el barro.
   Repartimos las armas. Me quedé con la pistola 22 que me había dado Nora y uno de los fusiles. AB iba a usar la 38 y otro fusil, y AJ el AK 47S que quedaba. Tenía además un par de granadas, según él decía, "por si la cosa se ponía espesa".
    Finalmente emprendimos el camino al castillo. Mientras manejaba no podía dejar de pensar que eramos tres tipos jugando a la guerrilla, a punto de atacar una fortaleza construida por un traficante de armas,  donde nos esperaban un científico loco y una condesa vampira.